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Ercole Lissardi - Tres novelas familiares

Hay obras que marcan un hito y se yerguen como puntos de referencia en el territorio al que aluden. Son pocas, por supuesto, y de ellas puede decirse que, precisamente por su rareza, son el tesoro más preciado del ámbito cultural en que florecen. Por la sutileza de concepción, por la complejidad de su visión y por la riqueza de sus matices expresivos Tres novelas familiares, de Ana Grynbaum, es una de esas obras excepcionales.



Azotada por los vientos perpetuos de crisis que caracterizan a la civilización capitalista, la familia ha sido incesantemente ensalzada como Paraíso y denostada como Infierno. Un inagotable género literario -la saga familiar- se ha ocupado y se sigue ocupando de dar cuenta en una perspectiva temporal, a menudo histórica, de grupos de personajes atados, para bien o para mal, por un vínculo aparentemente de imposible disolución.


El corte que hace Grynbaum en su tema es por demás original: genera para cada personaje del trío básico (padre, madre, hija) un espacio novelesco diferente. Cada una de las nouvelles de que consta el volumen retrata a su personaje con una óptica y un humor que le son peculiares, y es ajustada a esa peculiaridad que introduce diferentes vectores de temporalidad.


El hombre que pudo haber sido es un retrato del padre como un hombre aplastado por un matrimonio torturante y al que sólo le queda por rumiar, incesantemente, las cosas que en su vida pudo haber sido y no fue. Hay tristeza y hay piedad en el relato, pero pudorosos, contenidos, distanciados por la mirada de un extraño que ocasionalmente convive con la familia. Este retrato de uno es el retrato de muchos. En él reconocemos al montevideano culto de clase media, una especie ya extinguida por las pestes de la Historia.


La conquista del deseo es el retrato de la hija en el momento en que rompe el cascarón. Es, pues, un relato de iniciación, repleto de peripecias excitantes a las que la chica es lanzada a la vez por la ansiedad amatoria propia de la edad y por su necesidad de dejar atrás el mundo familiar, claustrofóbico y absurdo, simbolizado por la obsesión de sus padres por coleccionar -o, mejor dicho, por amontonar- bibelots y souvenirs tan baratos como vulgares. La ansiedad de la muchacha por eludir la censura de sus progenitores y por asumir su lugar en el mundo del deseo, llenan de brío este segundo relato.


Un asiento demasiado confortable es el retrato de la madre tomado en su lecho de muerte. De la mirada vagamente despectiva pero también piadosa del primer relato, y del optimismo decidido con que la muchacha abandona la atmósfera tóxica del hogar para lanzarse al mundo, llegamos al relato, violento hasta la náusea, del último horror que deberá padecer la hija, al comprobar que ni siguiera ante la agonía de su madre es capaz de contener el asco y el rencor con que la maldad estúpida de la progenitora, a lo largo de los años, emponzoñó su corazón. En un extraordinario alarde de audacia narrativa, en paralelo con la espera del deceso, Grynbaum dosifica con implacable precisión las visitas de la hija a un amante añoso y mudo como un fantasma que le propina siempre la misma caricia -cunnilingus. Como si la entrega ritual, sacrificial de sus genitales a este diablete entre repugnante y sórdido la liberara, a cambio de un estremecimiento fugaz, del impensable deber de ser, a su vez, progenitora, o sea, reproductora de la infelicidad.


Tres historias diferentes, cada una ajustada al objetivo de dar cuenta de un momento rescatado en el fluir del tiempo en el que queda expresada la verdad esencial de cada uno de los componentes del trio familiar: el padre en su impotencia y su resignación conformándose con repasar como monedas desgastadas todas las cosas que en su vida pudo haber sido, la hija condenada a la huida como gesto esencial para salvarse de la atmósfera tóxica del huis-clos familiar, y la madre, monstruo incesante condenado, como premio por una vida de malignidad, a recibir en su lecho de muerte el asco y el desprecio de una hija que se jura una y otra vez no llegar a ser nunca la titular de un infierno familiar.


Es, definitivamente, muy raro que uno de los temas que más inciden en el nudo de angustias de la peripecia vital de tantos, si no de todos en alguna medida y de diferentes maneras, tratado sin hipocresías y tan descarnadamente como es posible, sea la ocasión para un despliegue de sabiduría narrativa y de riqueza de lenguaje. Es precisamente esta paradoja lo que hace de Tres novelas familiares una obra maestra.


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