Ercole Lissardi – El sexo anal en el arte contemporáneo
- delinquisidorlosli
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Aunque sea una de las especialidades con mayor demanda en los sitios de pornografía, y aunque se multipliquen en Internet las páginas dedicadas a explicar los modos y maneras confortables y seguros, y aunque las encuestan digan que un porcentaje cada vez mayor tanto de damas como de caballeros se viene sumando al contingentes de los conversos, aun así el sexo anal sigue siendo tabú, sigue siendo un tema inadmisible en los intercambios coloquiales de la gente mínimamente bien educada, y solo muy de tanto en tanto es objeto de representación tanto en el cine como en la literatura, que son las artes de que me ocupo en las notas que siguen.

En ninguno de los ejemplos que presento a continuación se trata de mostrar el acto en su desnudez. De ser así se trataría simplemente de pornografía. Por el contrario, se trata de trascender la mera desnudez reinscribiendo el acto en niveles superiores de significación, sea disolviéndolo gozosamente en la fiesta del lenguaje o en saberes técnicos dependientes de sabidurías oscuras o esotéricas, sea utilizándolo para dar cuenta de la dimensión política que puede adquirir en la circunstancia adecuada, sea para cargarlo de valor simbólico en contextos peculiares de relación, o sea utilizándolo para expresar algo tan oscuro y pesado que no se lo puede poner en palabras. Mi intención es, pues, legitimar el ingreso del sexo anal en el menú erótico, mostrándolo tan capaz como cualquier otro acto sexual para vehiculizar significaciones trascendentes.
195?
José Lezama Lima, Gran Maestro del neobarroco latinoamericano, publicó su opus magnum, la novela Paradiso, en 1966. El primer capítulo vio la luz en la revista Orígenes en 1949. ¿Tardó 17 años en terminarla, como sugieren los expertos? ¿O la terminó en algún momento de los cincuentas y su publicación tuvo que esperar los años que necesitó Fidel para convencerse de que el erudito obeso y homosexual de la calle Trocadero no significaba ningún peligro para el Gobierno Revolucionario, cosa en la que, a la larga, se equivocó, por supuesto? El Tiempo, que termina por hacer públicos los archivos de todas las policías secretas, nos revelará algún día los detalles más obscenos de la dialéctica secreta entre el Viajero Inmóvil y el dictador barbudo.
Apenas publicado, Paradiso no tardó en ser atacado por los corifeos del régimen, que lo tacharon de pornográfico. Da la impresión de que, por desidia tropical revolucionaria seguramente, se autorizó la publicación sin leerlo primero, cosa comprensible, porque la manera de Lezama seguramente que no resultó del paladar de la burocracia castrista. A medio camino entre los excesos del culteranismo gongorino y la carcajada exasperada de la picaresca, entrelazando la veta erótica con la humorística, Paradiso, y en particular su capítulo VIII, nos asoma a un catálogo luminoso de voluptuosidades.
El estudiante Farraluque, cancelada su salida dominical por inconductas, ve recompensado su forzado deambular solitario por las inmensidades del desierto Instituto con las atenciones sexuales de que es objeto por parte del personal (femenino, se entiende) de mantenimiento y cocina, y por parte de un profesor y su sexualmente famélica esposa.
En el segundo de sus trabajos eróticos de Hércules, “cuando Farraluque volvió a saltar sobre el cuadrado plumoso, la rotación de la españolita (la cocinera) fue inversa a la de la mestiza: ofrecía la llanura de sus espaldas y su bahía napolitana. Su círculo de cobre se rendía fácilmente a las rotundas embestidas del glande en todas las acumulaciones de su casquete sanguíneo”.
“La configuración fálica de Farraluque era en extremo propicia a esa penetración retrospectiva, pues su aguijón tenía un exagerado predominio de la longura sobre la raíz barbada. Con la astucia propia de una garduña pirenaica la españolita dividió el tamaño incorporativo en tres zonas, que motivaban, más que pausas en el sueño, verdaderos resuellos de orgullosa victoria. El primer segmento aditivo correspondía al endurecido casquete del glande, unido a un fragmento rugoso, extremadamente tenso, que se extiende desde el contorno inferior del glande y el balano estirado como una cuerda para la resonancia. La segunda adición traía el sustentáculo de la resistencia, o el tallo propiamente dicho, que era la parte que más comprometía, pues daba el signo de si se abandonaría la incorporación o con denuedo se llegaría hasta el fin”.
“Como es frecuente en las peninsulares, a las que su lujo vital las lleva a emplear gran número de expresiones criollas, pero fuera de su significado, la petición dejada caer en el oído del atacante de los dos frentes establecidos, fue: la ondulación permanente. Pero esa frase exhalada por el éxtasis de su vehemencia, nada tenía que ver con una dialéctica de las barberías. Consistía en pedir que el conductor de la energía, se golpease con la mano puesta de plano la fundamentación del falo introducido. A cada uno de sus golpes, sus éxtasis se trocaban en ondulaciones corporales. Era una cosquilla de los huesos, que ese golpe avivaba por toda la fluencia de los músculos impregnados de un Eros estelar”. (Cito de la edición de Archivos del Fondo de Cultura Económica).
El coito anal, como todos los platos del menú erótico, es, para el catoliquísimo Maestro cubano, el momento en el que el entusiasmo de la carne, la riqueza desatada del lenguaje y las sabidurías esotéricas del placer y el humor socarrón concurren e implosionan, imponiéndonos la verdad incuestionable según la cual no hay solución de continuidad entre los placeres del cuerpo y los placeres del alma.
1972
Con timing perfecto El último tango en París se estrenó en 1972, coincidiendo con la decisión del Estado de Nueva York de autorizar la exhibición comercial de Garganta profunda, el porno de Gerard Damiano, autorización que, de hecho, significó el comienzo del final de la censura en los Estados Unidos y, seguidamente, en toda la civilización capitalista (utilizo el término “civilización” en el sentido que lo definió Fernand Braudel en Una historia de las civilizaciones).
El film de Bernardo Bertolucci tuvo un extraordinario éxito de público a nivel mundial. Presentaba, por primera vez en el mainstream cinematográfico, la representación de un coito anal. Por cierto que en esa representación no eran visibles los detalles anatómicos involucrados en el acto, pero el efecto que logró sobre el público, recurriendo a una astucia, fue mayor que el que hubiera conseguido exhibiendo la cosa en sí. De esa astucia doy cuenta en mi entrada de este blog titulada El espectador como pornógrafo.
Con casi treinta años de diferencia en la edad, Paul (Brando), ya casi cincuentón y viudo, y Jeanne (Maria Schneider), que está por cumplir veinte, están en una relación errática, hecha de frenesíes y silencios. Los undercurrents de esta relación, en la que todo queda siempre por decir, son tan indescifrables como ominosos. La relación, por intensa que sea, no puede sacar a Paul de la depresión en que lo ha hundido el suicidio de su esposa, particularmente sangriento. Así las cosas, la presentación del coito anal en el film no tiene por objetivo mostrar un momento extremo a que los orilla la exasperación erótica, sino que, muy por el contrario, lo que busca es anunciarle al espectador sensible, sin recurrir al diálogo, el ineludible y trágico final de la relación.
El coito anal no es presentado como una violación: Jeanne pudo haberse resistido, pudo haber huido del lugar. Se trata de un acto consentido, pero realizado por parte de Paul como un acto de violencia, de desconsideración hacia el cuerpo de Jeanne, de indiferencia hacia el dolor que le puedan haber provocado las maneras groseras de la penetración. Jeanne padece el coito como una humillación y como lo más parecido a una declaración, sin palabras, de que Paul ya no desea la relación, de que ella y la relación no significan nada para él, como una despedida. La sombra de la muerte ha alcanzado a Paul, y nada tiene ya significado alguno para él.
El coito anal, entonces, no es presentado en El último tango en París como un acto de fusión extrema entre dos amantes entregados al delirio erótico, sino como un acto torpe y violento que busca la humillación y el dolor a través del cual Paul expresa a Jeanne que para ellos no hay futuro, que entre ellos todo está jodido sin remedio, que el privilegio de gozar de sus calenturas de adolescente no le sirve para nada y no lo va a salvar de nada. En el film de Bertolucci el coito anal tiene por objetivo vehiculizar un discurso vacío, un discurso para el cual ya no es posible encontrar palabras adecuadas.
1973
Andrés, el protagonista y narrador de Libro de Manuel, de Julio Cortázar, publicado en 1973, ha decidido traspasar los límites que ya no soporta en un par de asuntos que para él son definitorios: el del compromiso político, en el sentido más pesado de la palabra, el de pasar a la acción, apostando la vida, y el de liberar a su noviecita Francine de las inhibiciones que ella misma le ha impuesto a su propio placer sexual. Esta segunda transgresión va de la mano, para Andrés/Cortázar, con la redención y utilización de la parte del lenguaje cuyo uso está (o estaba por entonces) terminantemente prohibido en la literatura. Las tres transgresiones están abundantemente tematizadas en Libro de Manuel.
Andrés se integra progresivamente a un grupo de guerrilleros argentinos que, refugiados en París, se preparan para un próximo evento revolucionario. En paralelo nos narra sus esfuerzos por abrirle a su francesita la puerta secreta del placer, a riesgo de que ella interprete su pedagogía forzosa como simple violación. En el estira y afloje una noche llegan inevitablemente al punto sin retorno: para que la relación perdure, Francine deberá ceder. Andrés/Cortázar adorna el relato del acto envolviéndolo en ese chamuyo llanamente coloquial que domina a la perfección, chamuyo hecho de balbuceo, ambigüedades, medias palabras y sobrentendidos.
Apelando al tono dulzón y razonable del que convence a un niño de que se deje de joder y tome la sopa, Andrés impone la fuerza de su cuerpo sobre el cuerpo de Francine recorriendo paso a paso el via crucis de la penetración anal, desde la resistencia y el dolor hasta el momento en que Francine advierte que “su vergüenza y su dolor han alcanzado su término y que algo nuevo nacía en su llanto”. El relato en primera persona no tiene distancia alguna, comunica la adecuada sensación de vértigo, tiene la intensidad, el jadeo de un monólogo musitado para nadie, para sí, o para una grabadora.
“…un perfume que también venía de su pelo en el que se perdían mis manos, tirándole hacia atrás la cabeza pelirroja, haciéndole sentir mi fuerza, y cuando se quedó quieta, como resignada, resbalé contra ella y una vez más la tendí boca abajo, acaricié su espalda blanquísima, las nalgas pequeñas y apretadas…”, y luego “…mientras yo volvía a abrirle las nalgas con las manos libres y me enderezaba sobre ella, sentí a la vez su quejido y el calor de su piel en mi sexo, la resistencia resbalosa y precaria de ese culito en el que nadie me impediría entrar, aparté las piernas para sujetarla mejor, apoyándole las manos en la espalda, doblándome lentamente sobre ella, que se zafaba y se retorcía sin poder zafarse de mi peso, y su propio movimiento convulsivo me impulsó hacia adentro…”. Y ya en el clímax del evento “…le mordí el pelo en la base del cuello para obligarla a estarse inmóvil aunque su espalda y su grupa temblaban acariciándome contra su voluntad y se removían bajo un dolor quemante que se volvía reiteración del quejido ya empapado de admisión, y al final cuando empecé a retirarme y a volver a entrar, apartándome apenas para sumirme otra vez, poseyéndola más y más mientras la oía decir que la lastimaba, que la violaba, que la estaba destrozando que no podía, que me saliera, que por favor se la sacara, que por favor un poco, un momento solamente, que le hacía tanto mal, que le ardía, por favor querido, hasta que me acostumbre, y su quejido diferente cuando me sintió vaciarme en ella, un nacimiento incontenible de placer, un estremecerse en el que toda ella, vagina, y boca y piernas duplicaban el espasmo con que la traspasé y la empalé hasta el límite…”.
Pornografía política llamé a la versión que Cortázar da del coito anal en Libro de Manuel (pág. 125 de la edición de Paidós de La pasión erótica), especie de “pedagogía de la liberación” sexual, diría parafraseando el título del clásico de Paulo Freire, en la que el ansia masculina de poseer el cuerpo femenino, ya no solo per angostam viam sino más allá de cualquier otro límite, terminaría por revelar a la beneficiada que todas sus prevenciones no ocultaban sino su miedo al placer, o sea, a la libertad, acabando así con todas las inhibiciones que le impiden conocer las posibilidades eróticas de su propio cuerpo y acceder a las dimensiones extáticas del placer... Puede ser… ¿por qué no?... En ese caso estaríamos hablando de las virtudes taumatúrgicas de la Imposición del Pene.
1982
El narrador y ensayista yucateco Juan García Ponce (1932-2003), de ingente y multipremiada obra, es una de las figuras más respetadas de la literatura mexicana de las últimas décadas. Y es el raro caso de un escritor latinoamericano de primera línea en el cual el epicentro de su obra está en su desprejuiciada visión de la vida erótica, particularmente plasmada en sus novelas Crónica de la intervención (1982) e Inmaculada o Los placeres de la inocencia (1989), habiendo recibido por esta última el Premio Nacional de Literatura de México.
Al igual que en Inmaculada (ver mi entrada sobre Inmaculada o Los placeres de la inocencia en este blog), en Crónica de la Intervención el tema es el fetiche Mujer en el contexto cultural de la burguesía mexicana. Mariana es una mujer ávida de someterse al deseo y al dominio masculino. No se trata de “ninfomanía”: la voracidad sexual de Mariana es controlada, elegante, se expresa sutilmente y sólo para los de su mismo estatus social. En lo que sigue me bastará con referirme tan solo al primer capítulo del libro.
Anselmo está prendado de Mariana más allá de lo razonable, podríamos decir que está enamorado. En tal condición, y espíritu filosófico como es, comprende que la relación posible entre ellos se cifra en esta paradoja: la única manera de tenerla es dándola, prestándola digamos. Esteban es el amigo de infancia y del alma de Anselmo: inevitablemente Anselmo lo invita a compartir a la dama. Apenas la conoce Esteban también queda atrapado en el aura hipnótico de seducción que emana irresistible de la presencia de Mariana.
Esteban, en primera persona, es el que narra la noche de pasión del trío, híper lúcido tratando de captar con palabras la belleza insondable del encuentro, con una prosa que recuerda irremediable e imposiblemente a la vez a Musil, a Klossowski y a Bataille. En un breve artículo como este no me es posible dar cuenta por completo del laberinto en el que Esteban se pierde tratando de descifrar el delirio erótico de Mariana. Solo doy cuenta de lo indispensable para llegar a nuestro tema.
Al ser compartida como en un juego de espejos, la fascinación de Mariana con su propia imagen alcanza proporciones de íntimo desdoblamiento. “Anselmo empezó a besarle los pechos. Pero cuando yo me subí y entré, dijo: No, míralo, me está cogiendo, no lo dejes. Y movía la cabeza de un lado a otro como si le estuviera haciendo daño, mientras, abajo, sus caderas y sus nalgas se movían conmigo”. “Bailar los tres juntos con Mariana en el centro, dándole vuelta continuamente, que Anselmo me la entregara a mí, que yo se la devolviera a Anselmo. Ella ya no era más que en nosotros, y nosotros sólo queríamos dársela al otro. Pero Mariana estaba presente más que nunca entonces. Su sonrisa de complicidad y la alegría… Saberse desnuda más allá de toda desnudez”.
Y después, en el momento de mayor exasperación, el deseo liberado lo que quiere es cerrar el circuito, morderse la cola, fluir al fin. “Anselmo se la estaba cogiendo y yo los miraba y no sabía qué hacer. Fue ella la que se lo pidió a Anselmo. Y él aceptó. Méteselo por detrás, me dijo, y se puso a coger de lado. Cuando entré en ella se quejó. Dio un grito. Pero cómo se movía. Sentía hasta el pito de Anselmo del otro lado”. “Resplandeces desde el más absoluto desorden, tirada aquí, en la cama, a mi lado, al lado de Anselmo, tu cuerpo sin fin, de nadie. ¿Qué me están haciendo? No. Sí. Háganmelo. Tu dolor al entrar yo por detrás, la sensación de estarte abriendo. Pero tú no eres más que una superficie que gime y se retuerce”. “Y sus nalgas que todavía no veía y por las que he entrado oyéndola quejarse y sintiéndola abrirse al mismo tiempo, inexistente ya, un puro recipiente del deseo, rota en su placer, cuerpo sin cuerpo entre dos cuerpos y centro sin fondo pero que marcaba el límite, el espacio del grito y su absoluta dulzura”. Y finalmente, ya más allá del delirio, Esteban que se dice: “No puedes recuperar tu placer recordándolo. Era otra cosa. El primer quejido de Mariana, de sorpresa, de miedo, de dolor. Tu verga abriéndose paso. Esta verga. ¿Dónde estás, Mariana? Ella abriéndose, yo abriéndola. Encontrar al final a Anselmo del otro lado. El placer era un puro rompimiento. De todo. El sueño de la infancia”.
En Crónica de la intervención el coito anal es el momento en el que el círculo del deseo se cierra en torno a los tres personajes. El desdoblamiento íntimo de Mariana alcanza el ápice a partir del cual finalmente solo puede ser para sí misma imagen. A la vez, para Esteban y Anselmo, al encontrarse dentro del cuerpo de Mariana caen “del otro lado”, es el “puro rompimiento”, el retorno a la pureza de la infancia. Es Mariana la que pide que el círculo se cierre y entonces “inexistente ya”, “centro sin fondo” no es de uno ni del otro sino de ambos, o sea, de ninguno, y a la vez Esteban y Anselmo, unidos en el deseo, se reencuentran dentro del cuerpo de Mariana, donde ya no son dos sino Uno. El coito anal en García Ponce nada tiene que ver con la búsqueda de sensaciones placenteras novedosas, ni con el ansia de posesión, ni, simétricamente, con el ansia de la entrega extrema, ni con el goce en la humillación, o en la transgresión, o en la violencia, tiene que ver con el momento mágico en el que las identidades de los amantes, aquí un trio de amantes, se desvanecen para que les sea posible alcanzar el lugar sin límites y sin tiempo en el que devienen Uno con la pura Luz, aunque más no sea por un instante inevitablemente demasiado fugaz.
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El objetivo de estas notas ha sido dar cuenta de la presencia del sexo anal en algunas obras valiosas de la literatura y el cine de las décadas recientes. Es solo un muestrario, de entre las pocas obras que encaran el tema que, pese a la marea pornográfica y a las estadísticas crecientes de adeptos, sigue siendo tabú: es algo repugnante, y de eso no se habla, y el arte que teme atentar contra el buen gusto, lo elude.
Arropado en el barroquismo tropical del humor y de la jerga culterana de José Lezama Lima, utilizado dramáticamente por Bernardo Bertolucci para decir lo que la razón ignora o prefiere callar, elevado a la dignidad de argumento final de la pedagogía de la liberación sexual por Julio Cortázar, momento en que la identidad de los amantes se disuelve en la experiencia del éxtasis según Juan García Ponce, y aunque ineludiblemente estigmatizado por la grosería del acto contra natura y por la no menos antinatural dialéctica de dolor y placer a la que se somete el que se entrega, el coito anal se revela, en su vértigo, como un vehículo eficiente para encauzar al delirio erótico hacia significaciones trascendentes.
La representación del coito anal en las artes está aquí para quedarse. A esta conclusión llegué viendo la serie inglesa Traidores (HBO, 2019), que se esfuerza por dar una idea de lo que pudo haber sido Londres en la inmediata postguerra, con todo tipo de agencias de espías poniéndose a punto para la inminente Guerra Fría. Feef (Emma Appleton) es una joven inglesa de clase media, inocente y bien intencionada, que es reclutada por la OSS, la antecesora de la CIA, y pronto se ve atrapada en la Cinta de Moebius de las lealtades y las traiciones. En el desempeño de su tarea se relaciona con un joven político laborista, Hugh (Luke Treadway). Su relación nada tiene que ver con la trama de espías: está ahí más bien como para aportar un poco de color local, dando lugar a un par de abrazos sexuales. Ubicadas en episodios diferentes esas escenas tienen una cosa en común: en ambas, en la parte más tórrida del abrazo, con los protagonistas ya horizontales y desnudos, Feef advierte, cosa que hasta a un caballero inglés puede sucederle, que la diritta via era smarrita, a lo cual responde en ambos casos, coquetamente admonitoria, pero inflexible en la defensa del último bastión: “No. Eso no”. Y así queda, sin más aclaraciones. A buen entendedor… La segunda vez, para no resultar demasiado estricta, a manera de compensación ofrece a Hugh disfrutar de un cunnilingus. Cuando el Diablo asoma ya el rabo en la pantalla familiar, se justifica mi conclusión: el coito anal está aquí para quedarse. Mejor será empezar a prestarle la atención adecuada y dejar de hacer como si tal cosa, al menos en la cultura de las personas cultas, no existiera.-


