En la nouvelle “El centro del mundo”, de Ércole Lissardi (2013), la voz narrativa constituye un personaje, tan atractivo y enigmático, que no solo amerita conducir el análisis textual, sino también recibir un nombre propio; la llamaré La Voz. La Voz se erige como antagonista, testigo y artífice del destino de Elías. Interrogando la naturaleza de La Voz, el lugar desde donde habla y los motivos de su discurrir, propongo desentrañar este peculiar thriller erosófico.
Se trata de un thriller pues gira en torno a un cadáver; el cuerpo del joven Elías, encontrado entre las dunas de un pequeño balneario en la costa uruguaya, sin el menor signo de violencia. De tenor erosófico pues da cuenta, no solo de la vida erótica del protagonista durante sus últimos días, sino que también profundiza en el significado actual de nociones como las de cadáver, difunto, velorio, doliente; a las que nuestro tiempo, fóbico respecto de la muerte, da la espalda.
El primer párrafo introduce una poesía, no del morbo, sino de la aceptación de la muerte; actitud imprescindible para acceder a la realidad de ese fenómeno ubicado entre este mundo y la nada, que es el cadáver. Este es el comienzo de la novela: “El centro del mundo es el cadáver. Así dice un antiguo proverbio del lugar del que provengo. Con cada hombre que expira se apaga un mundo, y el cadáver –efímeramente magnífico en su belleza y pletórico de significados para quien deba leerlos- es el punto de fuga por el que ese mundo se abisma y desaparece. El cadáver es el instante de esplendor de un mundo que colapsa. Su supernova.”
El relato se va desarrollando entre dos tiempos: el presente del cadáver y la relación entre Elías y Clarisa, en el pasado más reciente. Hasta llegar al grano de la verdad, ubicua como el sonido, La Voz habrá de envolvernos en las múltiples capas de su discurso elegíaco, culposo, equívoco y elegante; buscando en el lector un cómplice.
La pregunta respecto de quién habla se sostiene como tal desde el principio hasta el final; no poco mérito implica. Por mi parte, la respondo de acuerdo a lo que mi particular subjetividad de lectora me indica. Seguramente otros lectores encuentren respuestas diferentes.
Elías, Clarisa y La Voz
Elías se enamora de Clarisa al verla teniendo relaciones sexuales en lugares públicos. Descubre que su deseo por ella necesita la contemplación de tales escenas. Por su parte, Clarisa se muestra con uno o varios nuevos partners cada día. Y parece entregarse a ellos, sin objeción, tal y como estos lo requieran. De acuerdo con La Voz, tal manera de alcanzar el goce no puede sino hundir a Elías en la tragedia.
Según ella, el deseo de Elías consiste en: “ceder lo que se ama al que menos se lo merezca”. Aunque Elías no parece realizar tal evaluación, menos Clarisa. Más bien, él presta a la mujer amada a cualquiera y de cualquier manera, para gozar con el espectáculo e intervenir, activamente, durante o después del mismo. Como La Voz -que puede ser muchas cosas, menos tonta- reconoce, ellos se complementan en sus preferencias.
A diferencia de La Voz, y pese a su influjo seductor, el lector culto de nuestros días tiende a considerar cualquier forma de la realización sexual como válida, si es consensuada y no perjudica a terceros. Y conoce la existencia de muchas parejas que pueden compartir su exhibicionismo-voyeurismo sin mayor drama; algunas incluso famosas, como la de Gala y Dalí que -haya terminado como fuera- los llevó a la gloria eterna y duró décadas.
Varios aspectos de La Voz se contradicen. En principio se puede pensar que ella es un desdoblamiento de Elías, voz de la conciencia, personaje interior omnisciente, pero a veces tiene que pedir turno para discutir con el titular sus acciones e intenciones. Y además puede observar exteriormente las escenas en que este interviene. No acompaña a Elías en su muerte, aún si se auto-denomina: “alma en pena que se desfleca de a poquito y que va a tardar bien poco en desaparecer del todo”.
La Voz incluso merodea en torno a los personajes significativos para Elías: Clarisa, los padres de Elías, su hermana, la nodriza, y también los camilleros que transportan el cadáver, así como los funcionarios de la morgue y de la funeraria. Extrae información de sus sentimientos e intenciones profundos, e incluso de su accionar a puertas cerradas. Aunque su distancia respecto de ellos oscila y La Voz no hace sino tomar de ellos insumos para narrar la historia de Elías.
Ahora bien, la perspectiva de La Voz sobre la conducta de Elías tiene un sesgo que habrá de resultar definitorio en el desenlace. Para ella, la relación con Clarisa es inaceptable. Cuando discute con su “protegido”, Elías le enrostra: “¿Qué sabés vos de amar si no querés a nadie?”. La Voz entonces clama que eso “se atrevió a decirme, a mí que piso su sombra cada minuto del día, que cuento las veces que respira, que no tengo vida ninguna que no sea la suya, que solo pienso en preservarlo de los peligros del mundo, como si fuera su Ángel de la Guarda.‘ ¿No te das cuenta, necio, que esa pobre infeliz tiene al Diablo en el cuerpo?’ “. Subrayo: Ángel por un lado y Diablo por el otro.
La Voz lamenta, con sospechosa insistencia, su fracaso para salvar a Elías –en principio, pensaríamos que salvar su vida-: “¡Cuánta impotencia! Hubiera querido que un viento demencial viniera a dispersar de una buena vez los restos de mi inútil existencia. ¿Para qué tantos desvelos, tantos cuidados, veinte años de cuidados, tanta dialéctica, tantas sutilezas para ayudarlo a crecer? ¿Para llegar a esto? ¿Para tener que llegar a ver a la iniquidad cebándose en el cuerpo amado? ¿Para esto tantos consejos, tantas advertencias, tanto discutir qué es lo bueno y qué es lo malo para una vida sana? Adiós a la ilusión de que ese cuerpo bello, puro espíritu, pudiera llegar un día a ser el mío.” Subrayo: impotencia y voluntad de posesión (poder) del cuerpo de Elías; lo bueno y lo malo.
Si bien La Voz parece encarnar la conciencia moral, en determinado momento baraja con absoluta frialdad la posibilidad de sugerirle a Elías que, para librarse de ese deseo que califica como siniestro, asesine a Clarisa. Lo menos que puede decirse es que esta moralidad pertenece a una clase particular. La salvación que privilegia, no es la del cuerpo vivo, sino la del alma inmortal, en un esquema donde el uno y la otra existen divorciados.
La voz que acusa el pecado
La verdadera naturaleza de La Voz se revela al recordar la época en que Elías tomó la primera comunión: “aquella en la que mejor nos llevamos Elías y yo, aunque ya por entonces lo que él llamaba mi gruñonería y mi temor a todo lo que a él le parecía que valía la pena, demasiado a menudo lo llevaban a prestarme oídos sordos.” La Voz apunta a la denigración del deseo sexual; ella proviene de la ideología cristiana.
Es la voz de la condena de los placeres de la carne, propia de la moral cristiana, la que ensucia la atracción erótica entre Elías y Clarisa aplicándole los términos de la abyección, sometiéndola a ellos: “¡Qué horrible cosa asomaba, ahora sí, ya, en su mirada! ¡El deseo morboso en toda su repelente dimensión! ¡Qué terrible para mí comprender, ahora sí, ya, que la tragedia –así, con todas las letras- era inminente, y no poder intentar absolutamente nada para evitarla. Hubiera cedido en ese mismo momento todos mis legítimos derechos sobre el futuro de Elías –sobre el futuro del cuerpo de Elías- a cambio de tener un pie –tan solo eso, un pie- con el cual sacarlo de allí en ese mismo momento a patadas en el culo.”
Los adjetivos del enchastre: horrible, morboso, repelente. En varios lugares se insiste en el asco que tomó a Elías. La violencia de La Voz se evidencia en su propuesta de salvación “a patadas en el culo”.
En tanto personificación de la moral sexual cristiana -en modo virulento- es La Voz quien da la pelea contra el deseo voluptuoso en la persona de Elías. Elías resulta mero cuerpo, escenario y botín, de la disputa. El verdadero fracaso de La Voz consiste no en su imposibilidad para evitar la muerte temprana de Elías, sino para erradicar el deseo. La pudibundez fracasa ante el deseo sexual, en el terreno de la vida.
Oídos que fueran sordos
Reiteradamente La Voz se queja de que Elías le presta oídos sordos, pero si él la hubiera desoído realmente, la historia tendría otro remate. En las últimas páginas La Voz le dice a Elías: “Nada es tan importante como zafar y seguir con vida”. Sin embargo, Elías no había pensado en matarse. Reconoce ella: “Fueron mis estúpidas palabras las que se lo sugirieron”. Y luego viene un final del orden de lo milagroso, propio de la dimensión fantástica inherente a la literatura erótica.
Entonces, lo que busca de nosotros La Voz, con su hipnótico relato ¿es redimirse? ¿Acaso dictaminaremos un homicidio ultra-intencional bajo la forma del auto-asesinato? ¿Habremos de absolverla? ¿Será exagerado invocar en nuestro intento hermenéutico la exposición nietzscheana del Anticristo y su diatriba contra la adoración de un dios sangrante deviniendo carroña –no faltan en el texto de Lissardi las referencias a la iconografía crística-?
A mi parecer, si la existencia de Elías deviene tragedia, esta es la del sujeto del deseo confrontado a una moral rígida, sorda, que no habilita ninguna negociación. Por eso es que no encuentra para sí un lugar entre los vivos. De ahí el acento sobre el cadáver en tanto cuerpo muerto. Solo el relato puede salvar a Elías, rescatándolo como héroe trágico, por encima de ese cadáver que va dejando de ser él; aquí La Voz no falla.
Bordeando lo delirante, afirmo que esta narración se emparenta con la saga de Jesús y da forma a la pasión de Elías. Mesías que profetiza, a través de su inmolación, el advenimiento de una época más tolerante con la polimorfia del deseo humano.
Para finalizar, con alegría confieso mi fracaso en elaborar una interpretación que cierre y el triunfo del texto por mantener su vida independiente. La pregunta por quién es la voz y qué es lo que busca en su despliegue textual -pregunta que es el verdadero corazón, lúdico por cierto, del texto- permanece incólume, abierta para recibir otras posibles respuestas.-