En los comienzos, pasado el flash, cada pareja escribe a dos manos un libreto de lo que será su relación. (Aclaro que hablo de pareja en sentido muy general, salteándome definiciones y rodeos dubitativos.) A partir del acuerdo se procede a la puesta en escena. Es claro que la diferencia entre el papel y el escenario existe necesariamente, pero de su armonía depende el desarrollo de una obra, -en el mejor de los casos, artística- o el desastre.
El guion que elaboramos con Dina no solo era pornográfico sino también titánico. Las proezas sexuales exacerbaban nuestro deseo; en su realización habríamos de volvernos heroicos y eternos. Exigidos por la tiranía de la imaginación, cumplir nuestros objetivos rápidamente se mostró imposible. En seguida caímos en el desengaño; mutuo y de cada uno consigo mismo, el mundo y aledaños –en mi caso-. End of the line. Pero un final trunco que a mí me dejó picando; y la cuarentena, un par de años más tarde, vino a poner en duda que a ella no la afectara.
Dina reapareció vía mensaje cibernético pocos días después de que la luz ámbar en mi estudio anunciara a un deseo que me tomaba como objeto; aún informe, no declarado, pero latente. Acaso mi propio deseo de ser tomado por el deseo. Incluso así, no pierde misterio.
La primera señal fue un tímido saludo, chequear que estuviera vivo; quizá producto de la solidaridad ante la pandemia. Luego cada uno fue probando, cautelosamente, formas de interactuar, verificando que al otro se le hubiera ido la molestia del pasado; luz verde pálido. Seguir testeando. Empezar a conocerse, de nuevo. Actualizar los titulares de las auto-moribundias (cf. Gómez de la Serna). Pequeños intercambios genuinos.
Dina envía varias fotos tomadas por ella; de a una, en sucesivas entregas. No recordaba que fuera tan buena fotógrafa. Siempre la desprecié un poco por -lo que me parecía- su vulgaridad, aunque nunca se lo dije. Ahora dudo de mi juicio, la duda se convierte en un mecanismo liberador, afloja certezas angustiosas.
Las fotos de Dina empiezan a llegar como dardos envenenados. Con tres basta. La primera impacta, la segunda hiere, la tercera mata.
Casualmente su primera foto me sorprende lamentando la imposibilidad técnica de fotografiar las gotitas de lluvia en la telaraña que está a metro y medio de mi ventana. Pero Dina ha tomado en primer plano una telaraña que se extiende rota sobre una ventana, y a través de su grilla una calle común y corriente, tan normal como para contrastar con el tejido brillante. Probablemente era yo quien no tenía, en nuestra “primera temporada”, la capacidad de albergar a Dina.
Segunda foto: paisaje tomado desde la ventana de su casa; manchas amarillas y rojas, la inmensidad de la urbe, melancolía en sordina. La belleza de las copas de los árboles, al borde de la decadencia, desmiente el atravesar violento de la ciudad en la naturaleza. La vegetación domesticada encuentra en el cuadro su lugar poético. Pero cierto detalle, pequeño, en el ángulo inferior izquierdo, el fierro de una hamaca, convierte el bucolismo en mensaje encriptado. En ese parque nos besamos por primera vez.
En la tercera foto Dina se capta a sí misma en los espejos que hay a los costados de su cama. Completamente desnuda, en la penumbra, acostada entre sábanas revueltas, rodeada de almohadones. Una pluralidad de fragmentos la muestran por delante y por atrás, con voluntad de totalidad pero incapacidad de avanzar sino por partes; uniéndose en una composición aleatoria aunque convincente, formando una imagen de ella tan colosal como el deseo que invitábamos a devorarnos.
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Fragmento del capítulo “Exquisito perfume de amores podridos”, de la novela El deseo de un profeta confinado, Ana Grynbaum, los libros del inquisidor, Buenos Aires y Montevideo, 2021.
En Argentina distribuye Periférica. En Uruguay distribuye Gussi.