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Ercole Lissardi - Ibargüengoitia y nosotros

No quisimos conocer a los dueños del apartamento que alquilamos en el D.F. –concretamente en Coyoacán-, porque no habían aceptado que hiciéramos el check-in un par de horas antes de lo estipulado en la letra chica del contrato, aunque le habíamos avisado oportunamente a la agencia la hora en la que llegábamos al D.F., y a pesar de que veníamos de doce horas de viaje en avión y con un niño.


Tuvimos que ir a sentarnos en un banco del Jardín Centenario a las nueve de la mañana a esperar a que se hiciera la hora del check-in. De manera que exigimos tener contacto sólo con la inmobiliaria que intervenía, y efectivamente, a pesar de que el apartamento, con puerta independiente a la calle, estaba en el jardín de la casa de los propietarios, no los vimos durante toda nuestra estadía. Hasta el último día.



Estaba revisando el estante de literatura mexicana de la librería Gandhi de Coyoacán cuando di con una nueva edición de Dos crímenes. La había leído treinta y pico de años antes, durante mi exilio, antes de la muerte de Ibargüengoitia, y me había parecido, por supuesto, genial. Pura sabiduría narrativa, humor y sensualidad. La combinación que me puede del todo. De manera que no dudé en recomendarle su lectura a Ana, que la devoró en un rato y, en estado de total devoción, coincidió conmigo en que era una verdadera maravilla. Compramos de inmediato Las muertas y Estas ruinas que ves en la misma edición reciente de bolsillo.



El apartamento estaba en una callecita cerrada, de manera que era muy silencioso. Tenía dos pisos. Abajo había una gran sala y comedor con kitchenette abierta. Arriba los dos dormitorios, el baño y una pequeña terraza. La escalera, generosa, de muy cómodo tránsito era a la vez un cubo de luz. El dormitorio grande tenía una claraboya sobre la cabecera de la cama que permitía ver las estrellas en el caso en que se dejaran ver, y tenía un gran ventanal sobre el jardín, angulado de tal manera de impedir ver a quien estuviera en el jardín, y viceversa.



Desde el primer momento amamos ese apartamento. Amor a primera vista. Como con las novelas de Ibargüengoitia que se las ama desde la primera página. Lo comentamos. Compartíamos ese amor. Le busqué los motivos sutiles a tal adhesión. La escalera, tan amable, la arcada de la apertura a la sala de la kitchenette, cierta asimetría en los ángulos del cubo de la escalera que apenas se notaba al transitarla, en fin… la profusión de ventanas, la vastedad de la luz, el delicioso silencio. Nos sentíamos como en casa. Hasta recuerdo haber dicho que si volviera a vivir en el D.F. querría que fuera en ese apartamento.



Estaba previsto –Edgar Magaña nos esperaba- que fuéramos a Guanajuato, ciudad natal de Ibargüengoitia, su Cuévano. Ana estuvo encantada disfrutando in situ de la distancia justa entre la parodia y su modelo. De regreso Margo, ciudadana ilustre del D.F., de Coyoacán en particular, y en general de la lengua hispánica, y gran conocedora de todo el mundo en México a lo largo de décadas y décadas de vida de la cultura, le contó a Ana que Ibargüengoitia vivía precisamente en Coyoacán, por el lado de Francisco Sosa, seguramente que no muy lejos de donde alquilábamos. Nuestro segundo viaje a México se desarrollaba, sin duda, bajo la sombra protectora y genial del gran Ibargüengoitia.



Después estuvimos una semana en Yucatán, y regresamos al D.F. con sólo un día de por medio para la partida. Lo utilizamos en preparar el equipaje, especialmente en repartir los quilos y quilos de libros, y en preparar para el largo viaje, en los bolsos de mano, las no pocas artesanías, frágiles como son, a las que no nos pudimos negar. Fue Ana la que, ya preparándonos para ir a libar el mezcalito de despedida, razonó que teníamos que llevarnos todo lo que encontráramos de Ibargüengoitia. Fuimos a por ellos. Por suerte, en edición de bolsillos, los varios que encontramos, pesaban poco.



Llegó por fin la hora del check-out. Para nuestra sorpresa, en principio desagradable, no comparecieron a esos efectos los empleados de la agencia sino los propietarios del apartamento. No había ya, por cierto, tiempo para recusar su presencia.


Confesémonos: somos rencorosos –tómenlo en cuenta quienes escriban mal de nosotros o de nuestros libros. Para nada les habíamos perdonado que no nos permitieron el check-in un par de horas antes.


Pero ellos, Carlos y Amanda, de cuarenta y tantos años ambos, de buena presencia y mejores modales, estaban decididos a tener una conversación amable con nosotros, quizá para borrar la mala impresión, aunque nunca se refirieron al asunto.


Nos fueron ganando a fuerza de amabilidad. Tuvimos que ir deponiendo la cara de orto. Comprobé una vez más que a Ana le cuesta mucho menos que a mí dar marcha atrás. No tardaron en estar sabiendo de nosotros lo que la curiosidad y el buen gusto les demandara: mis antecedentes mexicanos, el deslumbramiento de Ana con México, nuestra experiencia en Yucatán… y, por supuesto, nuestra visita a Guanajuato, momento en el que, inevitablemente nos babeamos declarando nuestra idolátrica admiración por Ibargüengoitia.


Entonces fue que Carlos, un poco cortado, como si nos fuéramos a enojar con él por hacernos semejante revelación, como quien revela algo tan íntimo, demasiado íntimo, al borde de la obscenidad, dijo:


- Esta es la casa de Ibargüengoitia. Aquí vivía con Joy Laville. La casa en que nosotros vivimos era de las tías de Ibargüengoitia, y él construyó su casa, este apartamento, en el jardín de sus tías.




(3/2017)

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