Yasunari Kawabata es uno de los grandes de la literatura erótica del siglo XX. Gracias a modernos de su talla es que la noción de literatura erótica comienza a diferenciarse de los consabidos “clásicos de la literatura erótica” (mayormente producto de los siglos XVIII y XIX europeos) que por pura pereza mental y sin la más mínima distancia crítica continúan copando los raquíticos discursos sobre el género y los menguados espacios de las pocas colecciones dedicadas al tema.
La obra de Kawabata presenta algunas de las formas más caprichosas y paradojales en que puede expresarse el deseo sexual humano. Desde la temprana El país de la nieve a la tardía, La casa de las bellas durmientes, la reticencia frente a las exigencias del deseo se debe a la secreta convicción de que ceder a su capricho conduce a alguna forma del desastre. Reticencia que quizá sea muy japonesa, pero que entre nosotros fundamentó el aparato represivo de la moral sexual cristiana.
Ceremonia del té
Las amantes del señor Mitani
Mil grullas es, explorando con indecible sutileza los pliegues y repliegues de la culpa, otra versión del mismo universo catastrofista: la versión dominada por la propensión al suicidio. En esta novela Kawabata se vuelve tan sutil, elíptico y pudoroso -todo a la vez- que para analizarla no veo otro camino que la grosería de parafrasearla diciendo todo lo que calla.
Las mil grullas del kimono de la señorita Yukiko Inamura vuelan hacia un horizonte salutífero y de pureza espiritual, de fidelidad matrimonial –tales sus significados rituales y mitológicos en la tradición japonesa-, horizonte al que el joven Kikuji Mitani es incapaz de aspirar dada la debilidad, la incapacidad de resistencia, que dominan su personalidad. No menos de diez veces a lo largo de esta historia Kikuji se niega a aceptar involucrarse en un compromiso formal con la joven del kimono de las mil grullas, hacia la cual se siente atraído y que a su vez le demuestra claramente su aceptación. ¿Por qué se niega? Para recaer en un deseo impuro, y tan cargado de culpas, que sólo puede conducir a lo peor.
En efecto, el joven Kikuji se encuentra en el centro de una trama elaborada a base de odio y de deseo de venganza por Chikako Kurimoto, la primera de las dos amantes que tuvo, durante su matrimonio, el señor Mitani, padre de Kikuji, en todo lo demás riguroso jefe de familia y, en tanto respetuoso de las tradiciones, experto en la ceremonia del té y coleccionista de las vasijas clásicas que se emplean en el evento.
Chikako duró poco como amante del señor Mitani, aunque quedó vinculada a la familia en tanto experta –que supo devenir- en la ceremonia del té. La probable causa de la separación fue el gran lunar oscuro y velludo que cubría todo un seno de Chikako. De niño, habiendo acompañado a su padre a la casa de su amante, Kikuji vio la mancha. Tal parece como si tal visión hubiera marcado a Kikuji con una maldición, un maleficio que habría de producir todo su veneno recién veinte años después. Mientras tanto, como un goteo ponzoñoso, Kikuji no dejará de imaginar a su padre mordiendo la gran mancha peluda en el pecho de su amante.
Chikako no pudo sino odiar, por puros celos, a la segunda amante del señor Mitani, misma que habría de acompañarlo hasta su muerte. Dulcísima y sumisa, la viuda de Ota es dueña de una plácida sensualidad. Ella tiene, de su matrimonio con el señor Ota -quien en vida fuera dilectísimo amigo y compañero de té del señor Mitani-, una hija, Fumiko, quien llegó a elaborar una afectuosa relación con el amante de su madre.
Las mil grullas
El plan de Chikako
Chikako supone que Ota querrá casar a su hija con Kikuji, y por pura venganza decide evitarlo. No hay pruebas de la intención de Ota. Kawabata nunca se pronuncia al respecto, limitándose a presentar indicios cuyo peso nos invita a juzgar. Es su estilo en esta novela: no pretende revelar las convicciones ni los objetivos de sus personajes. Debemos deducirlos, a medio camino entre lo que sugieren sus actos y lo que sus personajes opinan de sí mismos.
El plan de Chikako consiste en autodesignarse mediadora –especie de celestina formal y protocolar- para casar a Kikuji con la señorita Yukiko Inamura. Invita a tal fin a los involucrados a una ceremonia del té en la que Kikuji podrá observar a Yukiko preparando el té, al parecer prueba decisiva de idoneidad matrimonial en la tradición japonesa. Pero también Ota y Fumiko han sido invitadas, para que tomen nota del inminente compromiso de Kikuji.
Todo saldrá exactamente al revés de lo planeado por Chikako. Esa misma tarde, clandestinamente, como atraídos por poderosos imanes, Kikuji deviene amante de la que fuera amante de su padre, veinte años mayor que él en edad. Ambos son espíritus débiles: Kikuji no ha sabido resistir la tentación de ultrajar la memoria de su padre poseyendo a su amante, Ota no ha sabido resistir a la identificación que hace de Kikuji con su padre. Es una forma de incesto y la culpa inicia su faena de larva.
Hasta aquí la historia podría leerse como una comedia vienesa de equívocos a la manera de Lubitsch. No lo es. Los personajes de Kawabata no saben tomarse las cosas a la ligera –aun cuando entre bambalinas oímos la risa sarcástica del autor.
El plan de Chikako para hacer daño a Ota era modesto comparado con el desastre que habrá de desatar como consecuencia del encuentro de Kikuji y Ota, dos seres, como dice Kawabata, débiles e incapaces de resistir. De Kikuji en realidad podemos decir también que padece de una especie de anemia moral. La culpa tarda mucho más que lo razonable en hacerle mella. En cambio a Ota, y a Fumiko, que no tarda en enterarse de lo sucedido, esta mancha moral las sume en la culpa y en la vergüenza.
Si Ota quería realmente fomentar el matrimonio entre su hija y Kikuji, si tal intención no era puro delirio de Chikako, la cosa parece ahora más imposible que nunca. ¿Cómo el hijo del amante de su madre, devenido amante de su madre, podría convertirse en esposo de Fumiko?
A Ota la especie de incesto en que ha incurrido la sume en la catástrofe espiritual. Cada vez más débil y desesperada visita a Kikuji. Lo insta a comprometerse con Yukiko Inamura, pero a la vez que proteja a Fumiko. ¿Acaso Ota se conformaría con un destino de amante también para su hija?
“-Si es como tú…” responde Kikuji. O sea: Si como tú desea ser mi amante… Lo cual, en cualquier idioma, es una respuesta grosera para darle a una amante moribunda preocupada por su hija. Horas después Ota fallece.
Es interesante observar que Chikako nunca se entera de que Kikuji y Ota fueron amantes. De haberse enterado hubiera abandonado todas sus intrigas y hubiera pasado al terreno del chantaje. Para Chikako, dejando de lado el peso del incesto, que ignora, Ota se suicidó para empujar a Kikuji a hacerse responsable de Fumiko que queda sola en el mundo. Es otro ejemplo del manejo digamos relativista, u opaco, de la información que hace Kawabata en este texto: los personajes saben sólo lo que saben y en función de eso toman sus decisiones. Si no recordamos lo que saben y lo que no, no comprendemos lo que deciden.
Eros en espejo, suicidio en espejo
La segunda parte de la novela proyecta, sobre la relación entre Fumiko y Kikuji, las consecuencias de lo sucedido en la primera parte. Lo hace desarrollando en paralelo dos diálogos: uno verbal y el otro mediante la presencia de determinados objetos.
En el verbal Fumiko, que sí sabe que Kikuji y su madre fueron amantes, insiste en pedirle al muchacho que perdone a su madre. La respuesta invariable es que es él el que debe ser perdonado, y que Ota no le hizo un mal sino un bien. En realidad Kikuji está “obsesionado con la idea de que, ahora que estaba muerta, él se estaba enamorando de la señora Ota. Y sentía que ese amor crecía en él a través de Fumiko”.
Los jóvenes coinciden en que sólo el mutuo perdón puede aligerar la carga del muerto –la carga de culpa y vergüenza que llevó a Ota al suicidio.
Por otro lado se desarrolla entre ellos una especie de diálogo a través de cerámicas para la ceremonia del té que el Sr. Mitani regalara en su momento a Ota, y que Fumiko insiste en devolver a Kikuji.
Kikuji comienza a comprender que así como Ota vio en él a su padre, lo que la llevó al incesto, así él ve a Ota en Fumiko. Siente que un hechizo –radicado en última instancia en la monstruosa mancha negra que late en el pecho de Chikako- los tiene atrapados “en una cortina oscura, mugrienta, sofocante”. Comienza a sentir “autoaversión” –es el término que utiliza el traductor de Emecé, hágase cargo.
Son los tazones y la jarra para ceremonias de té, que circulan profusamente en esta segunda parte los que terminan por desatar el nudo. Para mal y para peor, por supuesto. Una doble mentira de Chikako precipita los acontecimientos –dice a Kikuji, que regresa de un viaje, que tanto Yukiko como Fumiko, se han casado-. La apuesta a la carambola una vez más produce el efecto contrario al que Chikako pretendía.
Descubrir la mentira une más a los jóvenes. Fumiko sirve el té en los tazones Raku, negro uno, rojo el otro, que habitualmente utilizaban el señor Mitani y Ota.
“-De un hombre y de una mujer… –Kikuji hablaba un poco confundido-. Cuando uno los ve uno al lado del otro…
Fumiko asintió, como si fuera incapaz de hablar. Para Kikuji también las palabras tenían un tono extraño. Al ver a su padre y a la madre de Fumiko en los tazones, Kikuji sintió que habían reunido dos bellos fantasmas y los habían colocado uno al lado del otro. Los tazones de té estaban aquí, presentes, y la realidad presente de Kikuji y Fumiko, enfrentados a través de los tazones, parecía inmaculada también”.
Y un poco más adelante: “Él sintió que ella podía fluir hacia él. No hubo resistencia”. Son las mismas palabras con que Kawabata expresa la entrega de Ota.
“La fragancia de Fumiko era fuerte: le llegó con intensidad, la fragancia de una mujer que había estado trabajando en un día de verano. Sintió el olor de Fumiko, y el de su madre. El olor del abrazo de la señora Ota”. “El cuerpo de la madre era de alguna manera sutil transferido a la hija para tentarlo con extrañas fantasías. Pero por fin se había abierto un camino y había traspasado la oscura y espantosa cortina. ¿La brecha de su pureza los había rescatado?”.
Sin embargo, al otro día, cuando Kikuji quiere reencontrar a Fumiko nadie sabe dónde está. Kikuji recuerda que ella le dijo que sentía que “la muerte estaba a sus pies”. La brecha se había cerrado: en Fumiko como en Ota la culpa y la vergüenza habían ganado la partida. Eros en espejo, suicidio en espejo.
Finalmente la cólera estalla en Kikuji:
“-Sólo queda Kurimoto –dice, como si escupiera todo el veneno que tenía acumulado contra la mujer que era su enemiga. Kikuji se apresuró en las sombras del parque”.
El final abierto sugiere que Chikako habrá de pagar por sus intrigas.
Kawabata observando la mano de una mujer, de Auguste Rodin, en 1948
Consideraciones
Ana, en una entrada acerca de esta misma novela, había ya sugerido que es posible encontrarle un lado thriller, un lado novela policial o de suspenso. Lo cierto que es raro no encontrar en las novelas de Kawabata el instante en que estalla la violencia. Es más, en buena medida, sus historias, eróticas de entraña, avanzan hacia ese momento. También es cierto que, dada la perfección del complejo mecanismo de Mil grullas, que termina por sugerir que si las muertes de Ota y Fumiko en tanto suicidios no son imputables directamente a Chikako, la muerte en la que desembocará la historia es la de Chikako por causa de su inalterable maldad, puede decirse que Mil grullas es, de hecho, una sutilísima novela de asesinato.
Claro está que Kawabata no narra su historia de pe a pa como lo hago yo aquí al analizarla. De hacerlo acumularía elipsis de todos los lapsos imaginables, cosa que no va con su estilo por sobre todas las cosas sutil y elegante. La historia avanza mecida en el vaivén de los flash-backs, que aportan el dato justo en el momento oportuno.
Y por supuesto que las disecciones del alma que caracterizan a Kawabata no se parecen en nada a la que aquí yo practico con sierra de carnicero. El maestro sabe que la suma de tonos, tan ambiguos que casi se disuelven todos ellos en el blanco, son los que causan siempre la impresión más profunda. Por momentos tenemos la sensación de que más que narrarnos de manera contundente e inequívoca una historia que ve con total nitidez en el teatro de su mente, lo que hace Kawabata es describirnos estampas en las que las emociones más fuertes sólo nos son comunicadas por medio de los más ínfimos detalles.