A los narradores les gusta que les cuenten historias. De viva voz. Historias verdaderas.
A los narradores de erótica les gusta que les cuenten, de viva voz, historias verdaderas en las que el Deseo es el motor de todo lo que sucede. A mí me encanta oír esas historias, son buena parte del humus, del plancton, de la materia nutricia de que se alimentan mis textos.
El problema es que ese momento, esa situación mágica, se da pocas veces, porque aun para dar cuenta de su verdad, demasiado a menudo la gente recurre a los lugares comunes. Sucede como con la pornografía amateur que florece en Internet, que a la hora de la verdad no sabe sino repetir los gestos estereotipados de los performers de la pornografía industrial.
Y sí, para mí lo que realmente cuenta es la verdad. Como decía Jean Renoir: “el arte consiste en mostrar los lugares comunes como si nunca hubieran sido vistos antes”. O sea: en su verdad, en su verdad primigenia, cuando aún son cosas que les suceden a las personas, antes de que se conviertan en sentido prefabricado, pronto para ser utilizado a ciegas.
La imaginación para mí no cuenta mucho. La imaginación es como un baratillo, saldos y retazos a los que echamos mano para hacer patchwork, no es más que amasijo de lugares comunes.
A veces oímos historias que nos parecen en principio verdaderas. Las palabras sirven para mentir pero también para decir la verdad, nos decimos entonces, ilusionados, conciliatorios. Pero ¿cómo saber cuándo las palabras vehiculizan más o menos disimuladamente lugares comunes, y cuándo, aun haciéndolo, dicen una verdad? ¿Es la integridad del emisor garantía de la verdad? ¿O un aura especial impregna a las palabras cuando tocan una verdad, de modo que brillen como brilla la brasa debajo de las cenizas?
Las palabras del Deseo, impregnadas por el aura de la verdad, me encienden, me inspiran. Quien las emite, él o ella, ocupa en mi panteón de favoritos el lugar de Musa. Y si consigo aterrizar esas palabras en el papel sin que se disuelva ese aura, sé que bastará con interrogarlas, sin presionarlas, con toda la paciencia del mundo, para que les crezcan raíces suficientemente fuertes como para sostener el edificio de un texto.
Estas son mis Divinas Palabras… pero ¡qué pocas veces dan con ellas mis oídos! Las más de las veces he tenido que venir a pescarlas en el maelstrom mudo de mi mente.
Y sin embargo sucede… sucede que, inesperadamente… ahí están, susurradas bajo las sábanas, o en una confesión inimaginable de la persona menos pensada, o, negro sobre blanco, mudas de tan vergonzosas, en un mail. Divinas Palabras, verdadero desnudarse, strip-tease del alma, ofrenda absoluta al menos para mi cultura erótica, cocinada, es cierto, en buena parte, antes de la Era de la Permisividad.
Porque ahora se supone –pero no hay que creerle nunca a las apariencias- que las confesiones eróticas no cuestan ni valen nada: cualquiera se despacha en público con la contabilidad de sus orgasmos, con el detalle o las dizque perversiones de su pareja o las suyas propias, cualquiera exhibe las peculiaridades de su menú erótico. Sin pensárselo demasiado se pone a disposición el cuerpo y, en el caso de poder dar con ella, también el alma.
Como si toda esta disponibilidad indiferente, toda esta supuesta riqueza dilapidada valiera lo que una sola, la más pobrecita de las Misas Sublimes que son las palabras del Deseo cuando están cargadas con el aura de la verdad. Las palabras del Deseo, sin aura, son como monedas con las que no se puede vivir más que a pan y agua.
Pero las otras… ¡Ah! Las Divinas Palabras… apenas se deslizan en mis oídos recargan el desgastado esplendor del mundo, recortan las orejas puntiagudas, enderezan las narices torcidas, blanquean los dientes podridos y completan su número, sensualizan las sonrisas amargadas, esfuman las canas, perfuman los olores arranciados, enderezan a los chuecos, estiran a los petisos, sostienen las tetas, redondean las caderas, estiran los penes encogidos, hacen de mis personajes comunes y corrientes, gente común, sin atributo especial alguno, unos verdaderos superhéroes del Eros, tal y como ellos quisieran verse, y terminan por fascinar a todos los que creen, a pesar de todo, que en el empeño erótico hay algo más que el viejo mete y saca con todas sus previsibles consecuencias.
Divinas Palabras cargadas con el aura de la verdad del Eros, las espero ansioso, hipersensible a vuestros cuerpos sutiles, más atento a vuestro insólito acontecer que el mendigo al tintinear de las monedas.
Y me llegan… gracias a Dios y al Diablo, que no a mis méritos ni a mi carisma seguramente, me llegan, no en la abundancia fantaseada, aunque mejor así porque no sabría qué hacer con más. Así como soy servido, ya vivo en el delirio –erótico, por supuesto. Demasiado dulce pica los dientes. Y lo bueno cuando poco dos veces bueno. Así me consuelo.
Me llegan, y siempre me toman por sorpresa, benditas sean –¿por qué contarme a mí, nada menos que a mí, los modos y las maneras de tus orgasmos solitarios?-, y yo las recojo con una redecilla más fina y ligera que un suspiro, y las deposito sobre la playa blanca de la página, y antes de que puedan acostumbrarse a la luz de los reflectores, ya les estoy preguntando, impaciente, impertinente, con cuál de las paradojas del Deseo han venido a encararme.