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Ana Grynbaum – Una divinidad opaca

De un libro al otro

Cuando un autor con más de cuarenta títulos publicados repite a uno de sus personajes protagónicos, el lector atento no puede dejar de interrogar el significado de dicha decisión. Tal es el caso con las novelas La Diosa Idiota (2013) y El Ser de Luz y la Diosa Idiota (2022) de Ercole Lissardi.



En La Diosa Idiota el narrador da cuenta de una relación que lo perturbó. Gabriela, a quien honra el título, es la mujer de su amigo más cercano, Gustavo, un escritor genial y ninguneado que a duras penas consigue parar la olla. Al cabo de un par de años de conocerse ella se convertirá en su amante durante unos tres años.


Él la llama para sus adentros “diosa” debido a su belleza (“divina”) e “idiota” por su falta de espiritualidad e inteligencia. Más allá de sus eventuales carencias el insulto es motivado por el hecho de que Gabriela aparece y desaparece según su capricho, o según razones que él desconoce y sospecha frívolas y crueles. Eso sí, cuando aparece en la escena sexual nada le retacea, al menos no le retacea nada del menú que entre ambos se convierte en un ritual y que consiste básicamente en prolongar el encuentro sexual con voluntad de infinito.


En La Diosa Idiota el narrador parece llevado por el propósito de hacer cicatrizar la herida del amor que lo tortura aún desde el recuerdo. Para eso retrata a Gabriela en su relación con él. Cuando la historia se repite en El Ser de Luz y la Diosa Idiota ya no es la misma historia. Para empezar la Diosa ya no se llama Gabriela, y su valor como personaje no se cierra en sí mismo sino que depende del juego que se establece con otro personaje central en su vida, el Ser de Luz.

El narrador, ya viejo, denomina “Ser de Luz” a su esposa mexicana, una mujer de sangre indígena dotada con una sensibilidad extraordinaria, del orden de la magia, que vuelca en su arte, la pintura en particular, pero que también le genera frecuentes y profundos malestares existenciales que su pareja asimismo padece. El Ser de Luz murió veinte años atrás pero la herida que para él sigue abierta es la de un matrimonio malogrado.


En la complejidad de la relación entre el extranjero guapo y locuaz y la nativa reservada y “feúcha” la práctica sexual brilla por su ausencia, el Ser de Luz se niega al sexo con su esposo sin explicaciones. Fascinado por la cualidad artística de la esposa y torturado por el grosor de sus angustias, el narrador pretende ser una especie de escudero que la proteja y en el acompañamiento ir aprendiendo a desarrollar su propio arte. Para un espíritu sensual como el suyo la privación resulta un obstáculo mayor, mismo que terminará por separar a esta “pareja despareja” en cuanto él pretenda tener una amante y ella lo descubra.


Entonces, aliándose con su imaginación en lucha por dominar los aspectos áridos de la memoria, el narrador reúne en el escenario de su fantasía al Ser de Luz y a la Diosa Idiota, completa a una y a la otra en lo que para él les falta, a fin de hacer las paces con ambos personajes y así quitarse el mal gusto de los remordimientos al bañarlos con la miel de un final feliz. El narrador formará con ambas mujeres un triángulo perfecto.


Para conseguir tal perfección redentora las hará coincidir en el tiempo y en el espacio e intentará distintas líneas argumentales para conjugarlas hasta llegar al zurcido ideal. En el último capítulo se le ofrece al lector una serie de sentidos para interpretar la narración como especie de superación de las dicotomías básicas de nuestra cultura (las llamadas “esquizofrenias” alma/cuerpo, erotismo/sensualidad, etc.), con una voluntad de claridad que puede resultar sospechosa al lector perspicaz. De todos modos, ciertamente esta segunda novela culmina en una nueva relación que abarca al Ser de Luz y a la Diosa Idiota junto con el narrador y deja a todos comiendo perdices.

Así planteados los argumentos pueden parecer sencillos, pero el arte de Lissardi consiste especialmente en interrogar la complejidad de situaciones humanas que por cotidianas tienden a pasar desapercibidas. La narrativa ficcional es una herramienta privilegiada para, usando un término recurrente en el autor, “esculcar” en el alma, particularmente en el alma de los vínculos. Si la repetición de la historia se produce como comedia, el primer plano restituye todo el dramatismo. El punto de vista narrativo en la prosa de Lissardi se ubica en un curioso punto imaginario situado en la intimidad de los personajes, entre ellos, desde una cercanía que permite explorarlos de forma privilegiada.


La idiotez de la diosa

El misterio del talento es tan inescrutable como los designios del Creador pero su propio brillo hace que se auto-justifique. De acuerdo con estas dos novelas, la idiotez de una amante que se entrega y se niega alternativamente resulta no menos misteriosa e incluso mucho más oscura. Me centraré en analizar la opacidad de esta Diosa Idiota. Acaso inspirada por aquella cita de La Eneida, apreciada por Freud y trillada por sus seguidores: “Si no puedo persuadir a los dioses del cielo, moveré a los de los infiernos“. Convengamos que ambos personajes femeninos son deidades, uno de naturaleza superior y el otro marcado por la bajeza que en nuestra cultura define al deseo sexual.


Una expresión peyorativa funciona como término relativo, responde a un contexto específico. En una relación de dos cuando uno se siente ofendido apunta hacia el otro su baldazo. Sin embargo, el personaje de la Diosa jamás recibe el insulto de su amante, este no sale por la boca del narrador sino para pasar directamente al papel.


En literatura cuando una palabra pasa al papel no queda quieta, no permanece estampada, idéntica a sí misma, sino que empieza a vivir su propia vida. Pero antes de entrar de lleno en el camino del significante “idiota” para adjetivar a la diosa, demos alguna vuelta en torno a la noción de deidad que juega en ambos libros y especialmente de un libro al otro. Para ello será necesario un breve rodeo por el modo en que las palabras “dios” e “idiota” han jugado a lo largo de nuestra cultura.


Una divinidad menor

Tal como aparece en las antiguas escrituras y tal como lo enseña el judeo-cristianismo, para Dios es prioritario que se lo reconozca en su carácter de único e incomparable. Mandato que se impone antes del no matarás ni robarás ni fornicarás. Castigo mortal para los adoradores del becerro de oro. El nombre de Dios no lo pronunciamos en vano ni los ateos (nunca se sabe…) e incluso ser ateo constituye una garantía de iconoclastia. Nada más humillante que someterse a una divinidad menor, a un pedazo de materia que solo la humillación del siervo puede elevar a la categoría de sagrada.


El ídolo de barro, el fetiche, la divinidad menor, está mucho más cerca de lo humano que el invisible Todopoderoso. Curiosamente, tiempo atrás, a echarse un polvo se lo llamaba “verle la cara a Dios”, ¡cuando a Dios nadie lo puede ver y muchísimo menos cara a cara! En cambio los fetiches son utilitarios, con ellos se puede jugar e incluso coger. Al compañero sexual colocado en la categoría de fetiche se lo puede manipular, permite al deseo habitar una dimensión de la ansiedad soportable, como para que el goce se manifieste a la manera del placer.


Los significantes de la idiotez

En la cosificación del otro se corre el riesgo de su rebelión. Así Gabriela resulta una diosa manipulable como una muñeca de trapo en el arrebato sensual pero dueña de sí misma en la decisión de cuándo aparecer en la escena y propiciar el juego erótico, o durante cuánto tiempo desaparecer obligando a su compañero a esperarla hasta desesperar y así someterlo a su deseo.


En primer lugar el calificativo de idiota es producto de un amante herido que no puede comprender la conducta de su deseada y la tacha de frívola. Sin embargo, de hecho, la idiotez de la sumisión le corresponde toda a él, quien no puede sino esperar a la mujer, una y otra vez, como un idiota. Excepto en la posición de Don Juan el erotismo es un juego en el que por definición se pierde, en el cual perder es pre-requisito para alcanzar sus goces excelsos.

Por otra parte, algo de la etimología de “idiota” se aplica bien a la conducta de Gabriela. Idiota en el griego antiguo era quien no se ocupaba de los asuntos públicos sino solo de sus intereses privados, lo cual no era bien visto. El significado del vocablo fue derivando hacia “lego”, “no profesional”, “ignorante”.


En “el apartamento de los espejos” (La Diosa Idiota), durante el paroxismo de la relación, Gabriela no mira a su amante, se mira a sí misma, fascinada contempla la cópula. Tampoco conversa o si lo hace habla tonteras, no sabe sino referirse a su admirado marido. Esta discapacidad para focalizar la mirada en su partner y para dirigirle la palabra de alguna manera consistente, lo anula como otro, lo reduce a mecanismo cogedor, cosificándolo, negándole humanidad, de alguna forma matándolo.


La idiotez de la Diosa en el ámbito de los intelectuales, donde se mueve sin pertenecer, se manifiesta especialmente en ser carente de conversación. Pero la imaginación del narrador termina por donar a la diosa esa palabra que le estaba en falta. El creador animará a la estatua mediante el don del habla.


La humanización de la Diosa

De manera similar, en la segunda novela las miradas de los amantes logran por primera vez cruzarse, comunicación que parecía tan imposible como el encuentro mediante la palabra. Teniendo ojos para ver y palabras para decir, alejándose de la idiotez, la diosa se vuelve humana. Una vez humanizada pierde el poder persecutorio que el fantasma ejercía.


Así el Ser de Luz, al aceptar la relación sensual entre la Diosa y su marido, el narrador, minimiza la idiotez de la otra. Admite que se trata de “una mujer sencilla”, cosa que en su jerga personal significa “ininteresante”, “ardorosa”, “un poco tonta”, pero “buena”, “íntegra”. En ese acto pasa a ubicarse en el lugar de la cómplice, que no solo le quita a la otra su cariz de enemiga (ser frustrante) sino que encarna una de las figuras del amor que suele habitar en los textos de Lissardi.

Esta aceptación habilita al narrador a reubicar sus culpas, dándole a su incomprensible pasión un lugar menos despreciado que el que le había destinado. En la segunda novela la reelaboración de la figura de la Diosa Idiota permite su redención.


Es claro que el hecho de que ambos personajes femeninos sean simétricamente opuestos permite al combinarlas la emergencia de una mujer completa de acuerdo con el deseo del protagonista masculino. El Ser de Luz es objetivamente un personaje mucho más interesante que la Diosa Idiota, sin embargo parece que es a través de este revivir a la Diosa que el Ser puede hacer su aparición. Tal vez no se trate tanto de insistir en lo vacío de un personaje incapaz de discurso como de abordar a través de este y por contraste ese personaje cuya luz encandila.


Por lo demás, no es sencillo para un escritor de erótica, como es el caso, convertir en única protagonista a una mujer con la que no hay práctica sexual. Pintar la privación exacerbada hasta la locura no está entre sus temas favoritos (su novela No acaso constituya la excepción). Tampoco la muerte es un tema al cual se entregue con facilidad (aunque tenga protagonismo en su primera novela, Aurora lunar, así como en Últimas conversaciones con el fauno, Interludio, Interlunio y El centro del mundo). Tal vez la Diosa, finalmente ídolo de pies de barro, sea utilizada para llegar a su opuesta sin quemarse las alas y para con esas mismas alas sobrevolar la muerte sin caer en el abismo.


El amo absoluto, la Muerte

A la hora de la verdad, dioses mayores y menores no pasan de constituir categorías literarias, en el sector mitología. En cuanto al poder real, la única entidad invencible es la muerte. En tal sentido la Muerte es el verdadero dios.


Si bien en el relato, de las dos mujeres solo una ha muerto (el Ser de Luz), la muerte habrá de revelarse como la clave de la idiotez atribuida a la Diosa, el significante último de la cadena cuyo desfile podemos identificar a lo largo de ambos libros.


Si lo que define el encuentro sexual entre el narrador y la Diosa es su extrema duración, esta significa la eternidad y como tal la muerte. En la última escena sexual se nos dice: “Sentí lo que nunca antes: ganas de cogerla hasta dejarla sin signos de vida (…) Creo que nunca sentí otra cosa cogiéndola: unas incontrolables, inagotables ganas de cogerla hasta matarla. Y morirme. Eso expresaba la duración demente, y el vacío de toda otra forma de comunicación en nuestros encuentros que no fuera clavársela”. Al fin él comprende su dolorosa pasión: “vivir de cara a la muerte”, “coger a muerte”. La muerte era lo que estaba en juego. De ahí que la Diosa intentara, aun si inconscientemente, prolongar sus lapsos de vida, siendo su vida lo que quedaba por fuera de esa pasión.


El narrador reflexiona: “¿qué cosa es el erotismo sino la muerte disfrazada?” “Ahora sé que en tanto representación del deseo absoluto, incesante, inmanejable, su rostro verdadero es el rostro de la Muerte”. “(…) no hay nada en este puto mundo que merezca con más absoluta propiedad el adjetivo de Idiota que la Muerte”. “(…) sentí que ella (la Diosa) era nadie, ninguna persona, no más que un simulacro creado por mi mente para que mi cuerpo supiera lo que es coger en estado de gracia, y que se disolvería en la nada apenas la verga me explotara”. Si la amante no es nadie, aceptar su ausencia resulta más sencillo.


Acaso para llegar a esta verdad de la profunda relación entre el deseo sexual en estado puro y la muerte, experimentada en carne viva, fue necesario el camino de un libro al otro, una suerte de retorno para hallar lo que estaba perdido. Y fabricar con eso una máscara, una prótesis para colocar sobre el vacío, un artefacto de mejoramiento de la realidad que la vuelva soportable. Ritual del duelo que permita a las almas descansar en paz.-


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