En la obra de algunos de los más connotados y prolíficos artistas pintores de la tradición occidental es notorio un persistente interés en la práctica del autorretrato: en la obra de Rembrandt van Rijn se cuentan 40; en la de Vincent van Gogh, quien vivió 25 años menos, se cuentan 37, y Egon Schiele, que murió muy joven, a los 28 años, llegó a reproducir su imagen física por lo menos 46 veces.
A priori parece adecuado plantearle a los productos de estas prácticas, idénticas aunque llevadas a cabo desde universos personales y culturales muy diferentes, una doble pregunta para la cual, aunque no puedan dar respuestas precisas, sin duda pueden sugerir pautas para una reflexión. La doble pregunta sería la siguiente: ¿qué esperaban estos grandes artistas de la persistencia en dicha práctica?, y ¿qué nos dicen de sí a consecuencia del reiterado trabajo sobre su imagen?
REMBRANDT
Van Gogh y Schiele fueron pintores solitarios. Rembrandt, por el contrario, formó un taller de producción pictórica por medio del cual, utilizando el trabajo de asistentes y aprendices a efectos de multiplicar la producción, intentó alcanzar un sector cada vez más amplio del mercado. Su objetivo era, aumentando las ganancias, escapar al sistema de mecenazgos propio de la época. Claro está que era él quien dictaba la estética y la técnica que se empleaban en el taller, ya que la producción debía ser inmediatamente reconocible como salida de su mano, pero también está claro que en muchas de las obras así producidas puede discutirse -y se discute- en qué medida había participado directamente en la realización. Svetlana Alpers zanja la cuestión declarando que Rembrandt es el caso de “un artista cuya producción no puede reducirse a su obra autografiada”.
En la época de Rembrandt y particularmente en los Países Bajos existía una fuerte demanda de retratos de los pintores, tanto realizados por ellos mismos como por terceros. El extraordinario florecimiento del arte pictórico en el Renacimiento y su popularización con el desarrollo de la economía de mercado hicieron de la imagen de los grandes artistas un bien altamente apreciado. En tal sentido nada tiene de raro que el taller Rembrandt dedicara parte de su esfuerzo a satisfacer esa demanda: a los 40 autorretratos deben sumarse por lo menos 30 grabados. Entre ambos esfuerzos la imagen física de Rembrandt alcanzó un alto grado de visibilidad.
Para analizar la evolución de los autorretratos de Rembrandt el dato clave es que Rembrandt era un hombre feo. Su aspecto físico más que el de un dios del arte era el de un vendedor de pescados, o de vinos, o el de un molinero, que es lo que era su padre. Para nada evocaba virtudes como la dignidad, el heroísmo o el pensamiento de lo sutil o lo sublime, con las que sus colegas contemporáneos, al autorretratarse, gustaban adornar sus fisionomías.
En los autorretratos de su primera juventud el esfuerzo de Rembrandt es el de disimular su fealdad, vistiéndose con la elegancia de un joven burgués, buscando cuidadosamente sus ángulos más favorables y minimizando el efecto de sus rasgos faciales mediante la utilización de sombras. Pero, ya cumplidos sus cuarenta años y llegado al punto más alto de su fama, comienza a producir autorretratos para una demanda particularmente exigente: la de d coleccionistas de arte, aristócratas o burgueses ricos que quieren colgar en sus paredes la verdadera imagen de sus artistas preferidos, tal y como colgaban los trofeos disecados producto de su pasión por la cacería. El giro es ya notorio en los autorretratos de 1640, 42 y 43 y se acentúa en toda la producción de autorretratos hasta su muerte. Comienza a retratarse de frente, sin sombras que le parcelen la cara, exhibiendo en detalle la vulgaridad tosca de sus facciones, y siempre con algún tipo de gorra o sombrero que impida ver lo pelado que se va quedando. En la mirada que ahora ofrece sin tapujos no hay ni la arrogancia ni el desafío que su indiscutible genialidad justificaría, por el contrario, lo que hay es una resignada interrogación que dirige a sus admiradores: ¿cómo es posible que un ser sublime como yo tenga esta cara tan lamentable?
VAN GOGH
Así como Rembrandt, una vez que comienza a producir autorretratos para el mercado, fija un modelo y lo repite casi sin modificaciones, más allá de las que marcan el progreso de la edad, así lo que sorprende de los numerosos autorretratos de van Gogh es que también son prácticamente idénticos. Pero van Gogh, que no vendió ni una pintura en su vida, no los producía para el mercado. La pregunta sería por qué o para qué van Gogh en los últimos cuatro años de su vida pintó tantas veces el mismo autorretrato.
En todos sus autorretratos van Gogh se presenta en escorzo, ¾ frontal, a veces orientado a la derecha y a veces a la izquierda, sin mayor diferencia para el resultado, porque en todos los casos, con su mirada invariablemente seria y oblicua se mira directamente a los ojos. Tan fijamente se mira que parece concentrado en que el nuevo retrato sea idéntico a todos los demás. Sólo hacia el final, en los autorretratos con la oreja vendada parece ya no poder encontrar su mirada.
Es notoria la inexpresividad del rostro de van Gogh en sus autorretratos: en sus ojos no hay vivacidad, ni alegría, ni tristeza, ni curiosidad, ni nada. Se mira como se mira a la cámara de fotos al hacerse el pasaporte. La mitad inferior de su cara está cubierta como con un pañuelo por la barba rojiza, eso sí, siempre prolijamente recortada. Indiferentemente con o sin sombrero de paja o fieltro, con o sin la pipa en la boca, parece haber fijado el ícono de sí mismo, de una vez y para siempre.
Fijados sus rasgos y su expresión, se dedicó a repetirlos. ¿Para qué? No para interrogarlos, por supuesto. La fijación excluye la interrogación. Tampoco por razones exteriores, de mercado, digamos. La repetición casi mecánica del auto ícono, como si fuera un sello, sólo puede tener una razón de ser: estudiar el efecto que consigue variando los fondos. En los autorretratos de van Gogh el motivo central es idéntico, lo que cambia de continuo son los fondos, pero no en cuanto a detalles de objetos más o menos significativos, o a perspectivas más o menos expresivas, sino en cuanto a color y diseño abstracto. Todo tipo de efectos visuales (puntos, rayas, arabescos, etc.) rodean al inalterable autorretrato… y sí, por supuesto que afectan al resultado… superficialmente, por supuesto.
SCHIELE
Egon Schiele no estaba interesado en autorretratarse. La razón por la que entre 1909 y su muerte produce unos 50 retratos de sí mismo tiene que ver con las peculiaridades de un proyecto que es central en su obra. Aunque nunca lo llamó así, lo que Schiele quería lograr era una exhaustiva Gramática Expresiva del Cuerpo Humano: el cuerpo humano puesto a expresar todo lo que puede expresar a través de posturas y gestualidades. Para lograrla hubiera necesitado contar con uno o varios modelos extraordinariamente plásticos, devotos de su talento de artista y sometidos en forma exclusiva, casi cotidiana, a sus intensidades y exigencias. Si lo, o los, hubiera encontrado, cosa casi imposible, no hubiera tenido con qué costeárselos. Tuvo la felicidad de, una vez en su vida, encontrarse con un modelo de ese pelo: Erwin Dominik Osen, conocido como Mime van Osen en los ambientes intelectuales y artísticos de la época, efectivamente mimo de profesión, fue su modelo durante un tiempo breve, precisamente cuando el proyecto tomaba forma en su mente. Puede decirse que sin duda Osen enriqueció el proyecto de Schiele, y más aún: que lo ayudó a definirlo. Contorsionista y danzante salvaje, Osen enseñó a Schiele, además, las posibilidades expresivas de las manos, que el pintor nunca dejó de explorar. Pero nunca más el proyecto de Gramática del Cuerpo Humano tuvo un modelo como Osen.
Rápidamente Schiele comprendió que tendría que ser su propio modelo. De ahí el extraordinario número de “autorretratos”, y no de una obsesiva autoobservación en busca de no se sabe qué escondidas esencias de su subjetividad.
Ningún artista al autorretratarse se enfrenta a la desnudez de su fisionomía. Nadie puede ser a la vez su sujeto y su objeto. El artista se enfrenta a una máscara a la que define como su rostro. Rembrandt llega a fijar esa máscara en el apogeo de su obra, van Gogh no conoce de su rostro más que esa máscara, ambos repiten su máscara una y otra vez sin introducirle modificación alguna más que la que obliga la edad. Schiele al comienzo mismo de su proyecto define su máscara, y de ahí en más la tortura, aplicándole cuanto exceso de gestualidad expresiva se le ocurre. Lo mismo hace con su cuerpo, dadas las características de su proyecto, lo desnuda y lo fuerza a las posturas más indignas imaginables. Si hiciera falta algún argumento para demostrar la ausencia de interés de Schiele en autorretratarse bastará con observar el carácter emaciado, macilento, en el que insiste hasta el extremo, y que no es el aspecto de su cuerpo real. La variedad expresiva que la Gramática de Schiele se empeña en comunicar se vehiculiza mucho más fácilmente mediante el cuerpo descarnado que mediante el cuerpo rebosante de salud o francamente rechoncho. El cuerpo saludable con dificultad expresa algo que no sea su salud. Y el cuerpo rechoncho, en el límite, difumina la expresividad de cualquier gesto o cualquier postura.