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Ercole Lissardi - Autorretratos

Desde hace años –tantos que ni recuerdo a quién se la compré, de segunda mano, por cierto- tengo una antología de autorretratos de pintores, Portraits d’artistes par eux-mêmes. Du XIVe. au XXe. siècle, de Michelangelo Masciotta (Electa Editrice, Milano, 1953). Son en total 297 autorretratos. No son muchas las antologías de autorretratos. Antes de la de Masciotta sólo conozco –y sólo de oídas- las de Ernst Benkard (Das Selbstbildnis vom 15. bis zum 18. Jahrhundert, Berlin, 1927) y de Ludwig Goldscheider (Fünfhundert Selbstporträts, Wien, 1936).


Gustave Courbet - Autorretrato como hombre desesperado

Julian Bell (nieto de la hermana de Virginia Woolf) actualizó la antología de Goldscheider, publicando 500 Self-Portraits (Phaidon, Londres, 200), antología de que dispongo en la edición en español de 2004. Los estudios sobre este particular género son escasos y muy recientes. Están el de Laura Cumming, A face to the world: on self-portraits (Harpercollins, Londres, 2010) y el de John Hall, The self-portrait: a cultural History (Thames & Hudson, Londres, 2014). No he tenido la oportunidad de consultarlos. Dispongo pues –aquí mismo, sobre mi escritorio- de unas 800 reproducciones de autorretratos que –exceptuados un par de antecedentes remotos- van desde el año 1000 hasta el 2000. Mil años, pues, de autorretratos. Sin contar los que, rascando un poco, brotarían de la Internet en chorro inagotable (húrguese, por ejemplo, en artlex.com). Momento para intentar responder a la pregunta de qué es lo que me atrae en los autorretratos. Quede claro que en lo que sigue me refiero al autorretrato antes de la manía actual del autorretrato utilizando cámara fotográfica a la que ha dado en llamarse, paródicamente, selfie. No es la curiosidad lo que me hace atractivos a los autorretratos, por supuesto. No siento curiosidad alguna por saber cara de qué tiene el autor de una novela, un cuadro, una partitura o un filme que me llaman la atención. Ni creo en absoluto que la fisionomía en cuestión me vaya a esclarecer a los efectos de captar las bellezas o los sentidos ocultos de una obra que me ha impresionado. Me temo que la razón por la cual los autorretratos me enganchan más que cualquier otro género pictórico sea un poco más difícil de definir. Por supuesto que hay muy diferentes tipos de autorretratos. No sólo porque la dimensión de lo subjetivo ha variado sustancialmente desde la Modernidad en adelante, sino además porque en todas las épocas los artistas han encontrado muy diferentes razones para autorretratarse.


Alberto Durero – Autorretrato como Cristo


Courbet, en su Autorretrato: hombre desesperado, explora lo que hace con su fisionomía cierto gesto extremo. En su Autorretrato de 1500 Durero parece querer demostrarnos su parecido con Jesucristo –tal y cual lo ha imaginado la iconografía canónica. En su Autorretrato de 1945 Bonnard parece estar comprobando hasta qué punto es posible sostener un parecido fisionómico utilizando técnicas abstraccionistas. En su Autorretrato de 1880 Frederic Leighton luce sabio e imponente, un verdadero Zeus del Arte. El Autorretrato blando con bacon frito de Dalí (inspirándose en el autorretrato de sólo su piel, de Michelangelo Buonarroti) proclama hasta qué punto –ya en 1941- era célebre su fisionomía. Y así siguiendo.


Salvador Dalí – Autorretrato blando con bacon frito


Con todo creo que –con mayor o menor éxito según el caso- la mayoría de los artistas encara el autorretrato como una auto-interrogación, como un ejercicio que tiene por objetivo saber de sí. Por consiguiente, el noventa y nueve por ciento de los autorretratos es frontal y mirándose a los ojos, ya que los artistas, aún más que los ciudadanos de a pie, creen que los ojos son el espejo del alma. Muy raros son los autorretratos de perfil, logrados, claro está, mediante juegos de espejos. Raros, aunque más frecuentes, son los autorretratos de cuerpo entero, que merecerían, por cierto consideración muy especial. El autorretrato es el único tipo de retrato en el que sabemos con total precisión qué es lo que está mirando el retratado, porque en el autorretrato el sujeto y el objeto de la mirada son, espejo mediante, el mismo. De hecho sabemos a la vez qué es lo que mira el retratado y cuál es la reacción que le provoca lo que ve –en la medida en que el rostro sea capaz de reflejar esa reacción y el pintor sea capaz de reproducirla sobre el lienzo. Así como un retrato siempre ha sido encargado por alguien en concreto y específicamente para sus ojos (se retrate al que lo encarga, o a su esposa, o a su amante, o a sus hijos, o a los hijos de su amante, etc.), del autorretrato puede decirse es el retrato que el artista realiza de sí mismo y para sí mismo, y que sólo él sabe lo que su rostro, pintado por él mismo, está diciendo. Nosotros no sabemos lo que ese autorretrato dice a menos que conozcamos profundamente al artista. En otras palabras: si no sabemos que lo que estamos viendo es un autorretrato del artista (porque por la razón que sea no conocemos la fisionomía de ese artista) entonces ni siquiera sabemos que se trata de un autorretrato (a menos que el artista se autorretrate autorretratándose).Y si no conocemos a ese artista, en tanto artista pero también –en alguna medida- en tanto ser humano, entonces aunque sepamos que se trata de un autorretrato, muy difícilmente podemos inferir lo que el artista quiso decir o hacer emerger de sí autorretratándose. Lo que se dispara cuando nuestra mirada toca la superficie del autorretrato, en la medida en que se trate de un artista que conocemos, es en primer lugar una identificación. Puesto que vemos lo que el retratado ve y sabemos o imaginamos saber lo que siente, al menos mientras dura la contemplación nos ponemos en su lugar, “somos” ese que se mira y que retrata la reacción que le produce mirarse. No puede sorprendernos la tal identificación: buena parte de eso que llamamos arte consiste en la habilidad para manipular nuestras emociones mediante la identificación con aspectos de la imagen/ficción que se nos propone. Pero además, al contemplar un autorretrato, a través de esa identificación espontánea aflora una relación siempre dramática: la que cada uno, a través de la propia imagen, mantiene consigo mismo. Simplificando se puede empezar por decir que hay quien se cree la propia imagen –aquel para quien la propia imagen es una máscara fija ya no sólo para los demás sino también para sí- y hay quien no se cree la propia imagen –y la interroga tratando de acceder a su verdad, a veces lográndolo, con la producción de una máscara fija, a veces sin lograrlo jamás, hasta la muerte, máscara última y final y si, definitivamente fija, aunque ya no auto-producida, al menos no como arte, a menos que pueda considerarse al suicidio como una de las bellas artes. No voy a multiplicar los ejemplos. Básteme con decir, para aclarar la idea, que entre los primeros está Pablo Picasso, y entre los segundos Egon Schiele, que Balthus está entre los primeros y Morandi entre los segundos.


Jean-Baptiste Chardin – Autorretrato con visera


Una y otra vez, hojeando mis antologías de autorretratos, he quedado atrapado en la serena intensidad del Autorretrato con visera de Chardin (1775). El maestro de las “pequeñas cosas” –por su concentración exclusiva en las naturalezas muertas y escenas domésticas-, aclamado por Proust luego de ser la influencia más constante en la pintura francesa del siglo XIX, se autorretrata hacia el final de su vida. En ropa de fajina, con un pañuelo en la cabeza para proteger el pelo y una visera para proteger los ojos, ya cansados. Imposible pensar en un autorretrato menos pretencioso. Todo lo que hay en su mirada es esa concentración en el detalle –concentración hasta el bizqueo-, sine qua non de la gloria y la poesía de su obra. Y que baste lo dicho para empezar a rascar, con el filo de una uña, en la primera capa del denso y mudo misterio que nos proponen los autorretratos.


II

Un autorretrato es un retrato. A priori pudo haber sido realizado por cualquier otro artista y no por el mismo retratado. Sólo cuando sabemos que fue realizado por el que es retratado, o sea, cuando sabemos que es un autorretrato, se vuelve algo especial: es la imagen de sí que tiene un Fulano de Tal, artista. Sólo entonces aparece la pregunta de qué es lo que ve Fulano de tal en ese, su rostro. Ese, que no es el rostro de un Mengano de Cual, que le paga por retratarlo, sino que es su propio rostro.

En el rostro de un Mengano el artista sabe siempre qué ve: ve virtudes. Más allá de las peculiaridades fisionómicas, más o menos agraciadas, lo que Fulano ve en el rostro de Mengano es, a la fuerza, virtudes. Cuando se retrata a sí mismo, al contrario, no sabe qué ve: se pregunta qué ve. Intenta descubrir y captar en sus rasgos y en su expresión una verdad, su verdad. A veces lo logra, y a veces se queda en la máscara que ha elaborado para los demás, y que los demás han recibido y han consagrado como su verdad.


Diego Velázquez - Autorretrato, 1640


Tomemos en consideración los dos autorretratos de Velázquez que se conservan, el de 1640 y el incluido en Las meninas, de 1656. El primero es una tela pequeña (45x38), probablemente del tamaño del espejo que colocó junto al caballete. En este autorretrato hay altanería y hay desafío. Y con razón. Muy joven, es ya pintor de la Corte y favorito del Rey. Pero hay también, casi diría, lo contrario: hay duda. Se explora con dureza: hay algo en sí mismo que no lo convence definitivamente, y lo busca en su mirada. Esta pequeña tela es como la demostración de que la razón de ser del autorretrato es la duda, la inconformidad, la inseguridad: Velázquez prescinde de todo lo accesorio, sólo le interesa el intenso diálogo con su mirada, que es donde reside el sí mismo al que interroga. Ve en su mirada, quizá, que no le alcanza con todo lo logrado. Es Velázquez atrapado en el laberinto de su intimidad.


Diego Velázquez - Las meninas, 1656


Las meninas es, en principio, todo lo opuesto. Es una gran tela (318x276), ambiciosa, que pone en imagen un vasto saber técnico y que se vale para su objetivo secreto de la intimidad de la Familia Real. Objetivo secreto: Las meninas no es, en realidad, más que un autorretrato, sólo que de índole muy distinta al de 1640. Con la distancia de los años pasados y del prestigio alcanzado, Las meninas responde a la duda planteada en aquella pequeña tela, declarando: este soy yo, el Gran Velázquez, el Divino Velázquez -diría Dalí- en la apoteosis de mi gloria, en el despliegue total de mi talento sobrehumano cuyo uso en exclusiva le concedo al más poderoso de los monarcas. Y no necesita representarse a sí mismo con mucho detalle: el aparato, la maquinaria brillante y sutil de la gran tela, en su conjunto, incluyéndolo a él -sin mayor detalle-, es su visión de sí mismo. Su visión de sí mismo, pero no a través de sus propios ojos –eso sería flagrante arrogancia, inaceptable en un simple servidor del Rey-, sin mirada en el espejo, sino a través de los ojos del propio monarca, que es a quien está retratando. No se retrata a sí mismo con mucho detalle, pero si lo hubiera hecho –cosa inaceptable porque no podía pintarse en la misma imagen con el mismo nivel de detalle que a la Infanta, o, inclusive, que a las meninas- ya no habría en sus ojos inconformidad y desafío, sino serena plenitud y, quizá, pero casi imposible de captar, una pizca de superioridad, de socarronería. A Morandi y a Hopper les tocó vivir prácticamente el mismo tramo cronológico (1890-1964 y 1882-1967 respectivamente). Muy jóvenes ambos encontraron su camino personal en la pintura. Con el tiempo advertirían, seguramente, las similitudes de esos caminos. Quizá ambos aceptarían que formaban parte –cada uno a su manera- de algo que podría llamarse “pintura metafísica”. De manera prácticamente simultánea –en 1925- ambos incurrieron por única vez en el autorretrato. Ninguno de los dos tenía vena de retratista. Lo suyo era pintar las cosas –las grandes uno (lo de Hopper era el paisaje urbano), las pequeñas el otro (lo de Morandi eran las naturalezas muertas)-, el misterio de las cosas, del vacío entre las cosas, la inmovilidad, la soledad, el silencio. Inevitablemente se autorretrataron inánimes, distraídos, como si fueran señores cualesquiera padeciendo si no el peso del Mundo por lo menos el peso del Ser, o, de perdida, el del propio cuerpo.


Edward Hopper - Autorretrato, 1925


Giorgio Morandi - Autorretrato, 1925


El del autorretrato de 1791 es Goya al final del primer período de su producción. Llegado a la mediana edad está en plena posesión de su oficio y de su talento. Retratos de cortesanos, pintura religiosa, estampas costumbristas, le han conseguido reconocimiento y buen pasar. Dos años después, en 1793, la enfermedad, y después, los horrores de la guerra, irán haciendo cruel y sombría su inspiración, hasta llegar a las series (Caprichos, Desastres del mundo, etc.) que harán de él un grande entre los grandes. Pero aún, no. No todavía. Aún el buen humor y el optimismo son su fuente de energía. Está conforme consigo mismo. Tanto es así que se regala, así sea en formato pequeño (42x28), como corresponde al arte dedicado a la intimidad del artista, una imagen de sí por demás gratificante.


Francisco de Goya - Autorretrato, 1791


Este pequeño autorretrato es pura gracia, rechoncho como es Francisco parece querer soltarse a bailotear, como un duende. Se pinta pintando, parado, de cuerpo entero frente a la tela, y con un gran ventanal que es pura luz a sus espaldas. El contraluz ensombrece apenas la figura del pintor. Su rostro conserva, en vaguísimos trazos, la tosca fisionomía del pintor. La chaquetilla corta, vistosa por demás, parece la de un torero, o la de un patán y fanfarrón. El feo sombrero que lleva tenía por función albergar en sus alas velas para poder pintar de noche. Finge mirarse en el espejo para pintar su autorretrato –digo que finge porque la tela que tiene delante es de bastante mayor tamaño que la que nos legó con su imagen. Goya no intenta embellecerse, por cierto, ni trata de poner cara de genio o de inspirado, todo lo que quiere, y lo logra, es captar un instante en su tiempo de vida, un instante feliz en que se siente pisando fuerte en el mundo. En silueta, en media sombra, Goya parece estar emboscado, pincel en mano, como quien dice puñal en mano. Su gesto de pintor, o de “matador”, es abierto, displicente, seguro. Parapetado en su sombra, empujado por la fuerza de la luz, elegante a su manera, su gesto parece estar diciendo: “Échenme a ese toro”, o “Échenme a ese mundo, nomás, y ya verán lo que hago con él”. Fanfarronería justificada: doscientos años después seguimos maravillados con lo que hizo del mundo su pintura.


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