El autor es un monstruo que devora personas y vomita personajes. “Providence” (Alain Resnais, 1977) explora las complejas y tortuosas relaciones entre el escritor Clive Langham y sus personajes, entremezcladas con las cuales aparecen las relaciones con los seres humanos reales que forman parte de su vida.
En lo tocante a sus personajes Langham es incapaz de distinguir entre fantasía y realidad. Su incapacidad no se debe en lo esencial a la dolorosa agonía que padece, ni a los muchos litros de alcohol que obnubilan su percepción, él no puede hacer esta distinción porque es justamente en el interjuego entre fantasía y realidad donde el artista crea sus personajes y teje sus enredos. Más precisamente, los personajes se desarrollan a partir de un punto de ruptura de la escena con la realidad normal, en la medida en que los personajes son lanzados a experimentar otras realidades. El autor está obligado a destruir la pulida superficie de una existencia controlada para sumergirlos en la aventura. Le es necesario romper y rearmar los datos que toma del natural. Y hacerlo de acuerdo con una lógica independiente de la del orden social, resulte lo que sea.
La presente entrada viene a formar parte de una serie que involuntaria, e inevitablemente, se ha ido formando a lo largo del tiempo: la de las complejas relaciones entre el autor y sus personajes(*). Cabe destacar que, a diferencia de los protagonistas de “La hora del lobo” y “Ocho y medio”, el artista de “Providence” en relación con los insumos humanos de su escritura no se propone como víctima sino como victimario. Sin embargo con el desarrollo del argumento las posiciones dejarán de estar claras.
El autor habita las tinieblas
Solo, encerrado en su mansión de la campiña inglesa, el escritor Clive Langham, anciano y moribundo, atraviesa una larga noche en la que imagina el libro que está escribiendo y fantasea diálogos con su difunta esposa, mientras escancia abundante vino blanco y enfrenta los terribles dolores de su enfermedad. Los personajes de su libro están inspirados en los miembros de su familia, muy especialmente en su hijo Claude, con quien ha tenido siempre una relación muy conflictiva. Concebir el libro implica discutir con sus personajes, así como ponerlos a ellos a discutir entre sí, incluso a riesgo de despedazarse los unos a los otros.
A la mañana siguiente Clive cumplirá los setenta y ocho años, y vendrán a visitarlo sus hijos, Claude (el legítimo), Kevin (el bastardo) y su nuera Sonia (esposa de Claude). El almuerzo tendrá lugar en el jardín, a plena luz del sol, y la claridad servirá para aclarar que las personas no son personajes literarios. Hablando de Claude con Sonia Clive dirá “nunca he podido llegar a él”, y a ella le confesará “me resultas impenetrable”. Pero el artista cuenta con su arte como medio de conocimiento. Su interés no radica en detectar dónde terminan los seres reales y dónde empiezan sus criaturas, sino en empujar el límite de lo que las personas son y parecen ser para acceder a otras posibilidades del ser, aquellas que las personas reales normalmente no se permiten. Por eso, en las decisiones que toma el autor respecto de la conducta de sus personajes habrá de empujarlos una y otra vez hacia las opciones más improbables.
Kevin (David Warner), Sonia (Ellen Burstyn), Clive (John Gielgud) y Claude (Dirk Bogarde).
En tanto artista Langham encarna al implacable diseccionador. No es casual la aparición reiterada del médico en la mesa de disecciones, ni la de los cuchillos como armas. Clive no lleva a cabo sus disecciones con sangre fría sino en el arrebato de sus pasiones, la mayoría crueles. Pero, en todo caso, su crueldad no es gratuita. Él está obligado a destripar a sus personajes para extraer todo lo que ocultan, puesto que ellos no entregan su secreto por las buenas. Cuando en la escena final el autor sale de las tinieblas para enfrentar a las personas reales la luz no le permite ver nada. “Le parecemos poco reales”, comenta Sonia a Claude. Para que su interioridad quede a la vista la integridad de sus cuerpos y sus almas debe ser reventada.
No hay otro lugar de donde tomar los personajes más que la real realidad, por eso es necesario transformarlos, mejorarlos, romperlos y hacerlos de nuevo. La principal víctima de la próxima –y, si la termina, última- novela de Clive es ni más ni menos que su hijo Claude, cuyo personaje deviene una suerte de reverso del viejo, el hombre autocontrolado que él siempre rehusó ser. Claude es un abogado prestigioso y tiene una armoniosa relación con su bella esposa, Sonia. No podría oponerse más a su progenitor, en sus tiempos, mujeriego reputado y hasta al final borracho de tiempo completo. Pero entre Claude y Sonia Clive habrá de introducir a Kevin como un puñal que reviente la perfecta relación marital. Es decir, que los haga sacar sus demonios, broncas, odios, frustraciones, y superar la hipocresía de su actuación social.
La inopinada amante
Un personaje secundario nace en el borde de la escena para ir robando cámara: la amante de Claude, Helen Wiener. Es el único de los personajes que no tendrá correlato real entre los familiares vivos de Clive.
Claude (Dirk Bogarde) y Helen (Elaine Stritch)
Si bien en su rivalidad hacia el hijo el autor le elige para amante una mujer a la que él no tomaría como tal, el personaje se le va de las manos. Helen es vieja, fea y feminista, hasta ahí las intenciones de Clive están encaminadas. Pero luego resulta que ella está agonizando -¡igual que él!-. Claude, que trata de negar la agonía de su padre también lo intentará con la de su amante. Pero en el devenir de la noche de creación, borrachera y agonía, en la mente de Clive Helen se fundirá con Molly, su esposa, la madre de Claude, cuyo suicidio no deja de interpelarlo a pesar del paso del tiempo.
No recogeré el guante de que la amante de Claude sea idéntica a su madre, eso no es un guiño al psicoanálisis sino una burda provocación. Tampoco abusaré lacanianamente de las escenas sexuales que se aplazan hasta lo imposible cual suerte de acto sexual que se empecina en faltar a la cita. Muchos menos habré de detenerme en los rasgos obsesivos de Claude, que vive preparándose para la muerte. Ni en el tratamiento onírico de los escenarios y paisajes, en esos tonos pastel irreales característicos de los cuadros exotistas de Gérôme, ni en la súbita aparición de una esfinge a modo de chiste. No me distraeré con estas cuestiones.
La danza macabra
Llega un momento, durante la larga noche, que la mente de Clive comienza a naufragar. Los personajes y sus dramas se mezclan como dentro de una coctelera y las escenas se disparan con una fuerza loca, en una suerte de danza macabra, donde la presencia de la muerte todo lo iguala y lo confunde.
John Gielgud como Clive Langham
Los fantasmas que acosan al hombre se imponen sobre los personajes del autor. Sin embargo, el resultado de la gran confusión es memorable, y la complejidad de la relación entre el autor y sus personajes cobra un grosor que hace sospechar que la verdadera autora es la propia escritura, avanzando implacable por encima de los cadáveres humanos y arrasando con sus deseos e intenciones.
Algunas de las líneas de diálogo más jugosas tienen lugar en medio de la confusión total. Así por boca de Kevin el hijo increpa al padre:
-El infierno que creaste a lo largo de todos estos años ¿fue sólo para obtener temas sobre los cuales escribir?
Cuando la esposa y la amante de Claude se conocen ambas coinciden en su opinión poco favorable respecto de él. Pero el escritor se desliza en las palabras de la amante:
-Yo al menos lo he usado. Con ternura, eso sí. Aparecerá en mi próxima novela. Lo acallaré con palabras.
***
“Providence” devela el corazón de la relación del escritor con la escritura. El trabajo de escribir se justifica en ese punto en el cual la escritura se produce a sí misma y sorprende al escritor.-
(2017)
(*) Algunos artículos en torno al tema del autor en este blog:
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