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Ercole Lissardi - La experiencia cinemática

Confieso que el último libro que leí sobre teoría del lenguaje cinematográfico fue Notas sobre el cinematógrafo, de Robert Bresson, y que eso fue en 1975, pronto hará medio siglo. Está claro, por consiguiente, que no estoy calificado para innovar en la materia. Como todos he visto cine toda mi vida, pero sólo muy de cuando en cuando con la distancia del que pretende comprender su lenguaje. No obstante lo cual, estimulado por una experiencia reciente, voy a atreverme a una breves reflexiones en la materia. Los lectores bien informados y que se toman estos temas muy a pecho, quedan advertidos.



EL LENGUAJE CINEMATOGRÁFICO

Como es bien conocido y ha sido sobradamente estudiado, desde muy temprano, a efectos conseguir la total precisión en las relaciones entre las miradas y entre los movimientos de los actores, evitando la confusión témporo-espacial del espectador, que obstaculizaría la fluida comprensión de lo que es presentado en la pantalla, la praxis cinematográfica fue perfeccionando un procedimiento que comienza por dividir el espacio fílmico mediante una línea recta que, paralela a los ejes de mirada y de movimiento de los personajes, genera dos subespacios: por un lado el que llamaremos “escénico”, en el que los actores presentan la acción, y por otro lado, el que llamaremos “no-escénico”, en el que se recluyen los que están encargados de la filmación.


Está claro que esta división deriva naturalmente de la división tradicional en el teatro entre la “caja escénica”, en la que se representa, y el “patio de butacas” o “platea”, desde donde el público asiste a la representación. La sustitución de la platea por el grupo de personas que lleva a cabo el rodaje implica, obviamente, la ventaja de que, a través de la imagen producida, el espectador queda tan cerca de la acción como sea necesario para no perderse ningún detalle significativo mediante la utilización de los planos de acercamiento, que hacen al espectáculo más visual y menos dependiente de los diálogos para vehiculizar significado. Vemos pues, cómo lo primero que el lenguaje cinematográfico pretendió fue hacer del cine una forma de teatro potenciado en sus posibilidades comunicativas.


Debido a esta división del espacio la cámara queda siempre de un mismo lado de los ejes de miradas y de movimiento de los actores, y no puede ingresar al espacio escénico para pasar a otro lado de esos ejes. Pasar al otro lado de esos ejes sólo es posible mediante los cambios en las posiciones relativas de los personajes durante la escena. De la misma manera, claro está, los personajes pueden acercarse hasta el borde mismo del espacio escénico (el proscenio, diríase en teatro) pero no pueden cruzarlo. La pieza maestra en la invención de este lenguaje es la pareja campo/contracampo, procedimiento mediante el cual los personajes intercambian miradas, gestos o palabras, con el espectador saltando del punto de vista de un personaje al del otro y sin que tal fragmentación implique desorientación témporo-espacial para el caso en que se respete la estricta regulación en lo que concierne a la angulación y al tamaño de los encuadres.


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Este, dicho en pocas palabras, es el ABC, las reglas básicas del lenguaje del lenguaje cinematográfico, aquello que se supone sea lo primero que debe dominar el aprendiz de cineasta.


Sin embargo, es un hecho que, desde que estas reglas quedaron fijadas como una especie de corset irrenunciable de la praxis cinematográfica, siempre ha habido cineastas que han desafiado la convicción de que sin estas reglas el discurso fílmico sería caótico y la expresión cinematográfica imposible. En lo que sigue voy a presentar tres casos de escenas que están construidas ignorando este ABC del lenguaje cinematográfico. No es irrelevante que las tres sean profundamente diferentes, porque vehiculizan contenidos por completo diferentes, y que hayan sido realizadas en muy diferentes contextos de producción. Las escenas están tomadas de Psicosis (1960), de Alfred Hitchcock, El eclipse (1962) de Michelangelo Antonioni y La chica y la araña (2021) de Ramón Zürcher.



PSICOSIS

En Psicosis, la celebérrima escena del asesinato en la ducha difiere por completo del tratamiento visual del resto del film. Esta escena, que dura sólo 45 segundos pero llevó 7 días de trabajo para obtener las 70 posiciones de cámara que la componen (los datos son del mismo Hitchcock en la entrevista con Truffaut) incluye sólo planos de detalle del cuerpo de la víctima, editados no en función de una lógica espacial sino de la expresividad del conjunto, de manera que funcionan como un puzzle que suscita en la mente del espectador las vivencias más íntimas de la víctima en el momento de ser apuñalada. Si a algo remite estéticamente esta escena es al “montaje de atracciones” que Eisenstein teoriza en El sentido del cine. Muertes y muertos han sido representados en el cine desde el primer momento, pero Hitchcock con este breve vértigo de imágenes transmite al espectador la experiencia de ser asesinado tan intensamente como nunca había sido hecho antes. De ahí el enorme éxito de público que obtuvo. La curiosidad morbosa es uno de los imanes más poderosos que se conocen.



Hitchcock suspende, durante unos segundos vertiginosos, todos los parámetros de organización espacial y temporal al uso, liberando a su cámara de toda servidumbre de lenguaje para ponerla al servicio del morbo al borde de la obscenidad. Nunca antes Hitchcock había intentado poner en imágenes la muerte por asesinato explícitamente y en tiempo real, pero para 1960 las últimas barreras de la censura habían caído o estaban a punto de caer. Esta puesta cruda en imágenes del asesinato volverá a hacerla en La cortina rasgada (1966) y en Frenesí (1972). Está por estudiarse, en ejemplos concretos, de qué manera la inminencia del fin de la censura permitió, a cineastas con una ya larga trayectoria, finalmente realizar escenas reprimidas pero esenciales para su arte. Piénsese, por ejemplo, en el erotismo desatado de El silencio (1963) y Persona (1966) de Ingmar Bergman. La joyita vertiginosa que analizamos en Psicosis brilla en medio de un film, el único en su carrera, que Hitchcock mismo produjo (le costó 800.000 dólares) porque quería divertirse “realizando una experiencia”. Filmó en las modestas condiciones en que se realizaba en esa época un film para televisión. ¡Y colectó 13 millones de dólares!



EL ECLIPSE

Al comenzar El eclipse, Vittoria y Riccardo, luego de discutir toda la noche el fracaso de su ya longeva relación, están demasiado agotados como para decir las últimas palabras y finalizar la relación, no tienen ya energía ni para mirarse a los ojos. La mirada incisiva, por momentos irritada de Francisco Rabal, no hace pie en la mirada perpetuamente abúlica de Monica Vitti. Están abrumados por el peso del momento. Balbucean sin encontrar el camino para salir del pantano de sentimientos encontrados y de frustraciones acumuladas. Entre ellos ya hay más silencios que palabras, y las pocas líneas de diálogo que cruzan, fragmentarias e interrumpidas, ya no dicen nada.


Riccardo busca un último momento sexual confiando en que con eso podrá hacer que Vittoria abandone su decisión de separarse, pero Vittoria ya no quiere nada, sólo irse (están en el apartamento de él), abre las cortinas para mostrar que ya es de día. Una pareja enfrentada y una sola escenografía: la ocasión ideal para todo director (excepto Antonioni) para atenerse a las reglas básicas del lenguaje cinematográfico, y en especial, por supuesto, a la figura campo/contracampo. Pero Antonioni utiliza esos recursos básicos del lenguaje, no para vehiculizar de la manera más transparente la actuación sino para participar en la expresión de la carga emocional de la escena.


Una y otra vez su cámara salta de un lado al otro del eje de miradas de los personajes, o sea, de la línea que separa el espacio escénico del no escénico, tal y como vio que Yasujiro Ozu se permitía hacerlo. Al hacerlo, en primer lugar demuestra que tal proceder no tiene porqué desorientar al espectador. Pero además muestra que ese “salto” puede agregar algo a la expresión de las emociones calladas en la escena. Vemos esto en detalle: el espectador padece este salto del eje como un pequeño desajuste, una pequeña molestia que lo obliga a reajustar su lectura visual de la escena, su percepción del espacio. Esta dificultad para fijar una lógica transparente del espacio expresa, subliminalmente pero no de manera menos eficiente, la dificultad de los personajes para estar en la situación, para estar cara a cara, viéndose mutuamente. Digamos que es porque ellos han perdido el eje de sus miradas, que Antonioni puede utilizarlo como medio ya no de organizar el espacio sino como medio expresivo. Ellos ya casi no se miran, se miran de reojo, cuando el otro no mira: la cámara queda entonces liberada de su sujeción al eje de miradas.



Hay un momento en que Riccardo, sin palabras, la invita a tener sexo, concretamente a la felación. Se sienta en un sillón, separa las piernas, adelanta el pubis y la mira a los ojos. Adivinamos que el gesto forma parte de un lenguaje habitual entre ellos. Antonioni pone la cámara justo por encima de la cabeza de Vittoria -apenas vemos un poco de su cabello- que, de pie frente a Riccardo, observa el gesto de invitación y, quizá, evalúa si ceder o no. La cámara está exactamente sobre el eje de sus miradas, de manera que, mirándola a los ojos, Riccardo mira justo debajo del borde inferior del cuadro. Vittoria sabe que ceder sería recomenzar. Se niega sin palabras. Sale por un lado del cuadro acabando con aquel tardío momento de la verdad. El encuadre único con el que Antonioni resuelve la escena sin recurrir al campo/contracampo es por completo inaceptable en el lenguaje cinematográfico tradicional, pero precisamente porque llama la atención sobre su peculiaridad, porque produce en el espectador una sensación de desajuste, de molestia, es que lo utiliza: sin palabras, sacándonos de la comodidad de la retórica visual, nos invita a interpretar el extraño encuadre y así, a comprender el callado sentido de la escena.


A lo largo de toda la escena Antonioni ha cometido todos los “errores” posibles en el manejo del eje de miradas. Los “expertos” opinaron que Antonioni, el cineasta moderno por excelencia, ignoraba el ABC del cine. La respuesta, vía entrevista, fue: “En el arte las reglas están hechas para romperlas”.


***


Los 45 segundos de Psicosis y el cuarto de hora de El eclipse provienen de estéticas y de propósitos muy diferentes: el recurso al “montaje de atracciones” busca provocar una reacción física en el espectador; los pequeños desajustes en la percepción del espacio hacen notorio el achatamiento expresivo a que conduce la aplicación sistemática de las reglas tradicionales del lenguaje cinematográfico. Pero hay algo que tienen en común ambos ejemplos: la decisión de involucrar al espectador en lo que podríamos llamar una “experiencia cinemática”, es decir, una experiencia generada al margen de las retóricas repensando los recursos del medio cinematográfico.



LA CHICA Y LA ARAÑA

En La chica y la araña la “experiencia cinemática” no se limita a una escena especialmente elaborada, sino que se repite y sostiene a lo largo del film. El abandono de los principios del lenguaje cinematográfico tradicional es completo, y se lo sustituye por una gozosa reinvención del espacio cinematográfico.


Lisa se muda del apartamento que ha venido compartiendo con Mara. Estamos en el nuevo apartamento de Lisa. Una decena de personas entre parientes, amigos, vecinos y contratados se atarean poniendo a punto el apartamento. Inmóvil en medio del ajetreo Mara observa y escucha. Una auténtica coreografía de gente ocupada gira en torno a Mara: personas cruzan el campo, producen ruidos de trabajo, hablan o cuchichean, pero nosotros seguimos sobre Mara, que con su mirada activa a un lado y a otro el espacio fuera de campo, aunque nunca a su mirada corresponde un contracampo. Cuando cambia palabras con alguien es porque ese alguien ingresa en el campo de Mara. Esta manera de organizar el espacio de campo y el fuera de campo está hecho con una levedad y una elegancia tales que, a menos que nos esforcemos no se hace evidente el mecanismo. La pareja campo/contracampo ha sido sutilmente sustituida por la pareja in/off del encuadre. No hay trama ni relato, es pura coreografía en que el off es puramente banal y pasivo, no generando expectativa ni suspenso.


El movimiento perpetuo en torno a Mara y su mirada activando el off es el corazón de la puesta en imágenes, y el movimiento continuo de la coreografía visual es subrayado cada tanto con unos pocos compases de una deliciosa tonada de vals. No hay significado alguno más allá de la expresión del momento de una tarea compartida bajo la mirada atenta y pasiva de Mara.



Dicho esto, está claro que si a algún lugar hay que ir a buscar sentido es precisamente a ese centro: la mirada de Mara. Y entonces comprendemos que toda esta destreza y sensibilidad de la puesta en imágenes no resultaría más que en un espectáculo vacío sin todo lo que, lánguidamente, sin acompañamiento alguno de gestual facial, nos dice la mirada de la chica.


¿Tanto pueden decir unos ojos? Sí, si se trata de los ojos de Henriette Confurius. No es exagerado suponer que Zürcher ha construido todo el sistema de su puesta en imágenes a partir de las infinitas posibilidades expresivas de la mirada de su actriz. Poco a poco vamos descubriendo la trama de emociones ocultas que subyacen en la escena, a medida que por la mirada de Mara pasan la ingenuidad, la inquina, la maldad, la decepción, la angustia y, sobre todo, el deseo. Sus ojos irradian todo lo que una mirada puede irradiar: luz y sombra, emoción e indiferencia, calma y tormenta, pero sobre todo, decepción y deseo. Zürcher ha construido su “experiencia cinemática” a manera de un altar en el cual rendir adoración a la mirada de su actriz.


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