Culpa cero, la reciente película argentina de las directoras Valeria Bertuccelli y Mora Elizald, protagonizada por la propia Bertuccelli -acompañada de Cecilia Roth y Justina Bustos- me hizo reír tanto como pensar. Entre sus valores destaco el de meterse con la actualidad de la fabricación de divinidades literarias mediáticas de manera frontal -o, mejor dicho, brutal-.
Más que una escritora de best-sellers de autoayuda, Berta Müller es una celebrity. Así la muestra la entrevista televisiva inicial donde, desde su pedestal de diva, Berta habla de un par de arcones que supuestamente emplea para su escritura, en uno coloca problemas y en el otro experiencias personales. Y no olvida hablar, como por equivocación, de la tristeza que le dan los pobres cuando se los cruza por la calle, aunque luego se vea bien que en el barrio elegante de Buenos Aires donde vive ningún pobre merodea.
En seguida nos enteramos que Berta tiene una ghost writer, Marta, que no solo escribe la totalidad de sus libros, sino que, a la manera de las asistentas del personaje de Meryl Strip en El diablo viste Prada, se ocupa de Oli, la hija de Berta -al punto de ser un referente más fuerte que su propia madre-, de llevar la ropa de Marta a la tintorería y hasta del repuesto para su cafetera.
¿De qué se ocupa Berta? De posar como gran personaje, derrochando lujo y suscitando la admiración de las masas. De nada más. No escribe ni una sola línea. En determinado momento lo intenta y vemos su dificultad para hilvanar tres palabras seguidas.
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El film consiste en una comedia de enredos, que se mete con la actualidad hasta el tuétano, entre otros recursos empleando el lenguaje popular en las redes sociales. Lo que viene a complicar la vida de la envidiable, o admirablemente exitosa Berta es que se descubre una serie de plagios en sus libros. Estos consisten en frases -por lo demás, archiconocidas- de Buda y de Séneca. Se generan varias risas con el hecho de que Berta es tan inculta que Séneca no le suena a nada.
Puesto que Berta no tiene ni idea de lo que dicen los libros que se venden bajo su nombre, Marta ha de cargar con toda la culpa, pero no la puede asumir públicamente, puesto que de hacerlo se revelaría que ella es la verdadera escritora.
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Spoileando lo menos posible, debo decir que la forma en que Berta resuelve el conflicto es apelando a la desfachatez. Berta no solo no está dispuesta a arrepentirse de nada, sino que además se remonta en el orgullo de seguir adelante como sea. Culpa cero, su nuevo libro, venderá la idea de que la inescrupulosidad llevada hasta el desparpajo, es la actitud que vale la pena asumir en esta vida.
“Culpa cero” se vuelve un eslogan, una propuesta existencial. A su vez suena parecido a las etiquetas que la normativa sanitaria imprime a los productos alimenticios. Cero grasas saturadas, sodio, azúcar o alcohol. Sustancia adaptada a la sensibilidad de moda.
Ante esta actitud de Berta, que en el pasado pudo llamarse psicopática o de algún otro modo peyorativo, pero ahora es el de la mujer ganadora -empoderada a cualquier precio-, el público vuelve a aclamar a su ídola y la película alcanza su irónico happy ending.
Entre las ironías se incluye una patada al feminismo mediático, conformado por meros eslóganes. La vida exitosa de Berta se establece sobre la existencia fracasada de Marta, la verdadera escritora.
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El personaje de Berta no puede identificarse con ningún escritor real por la sencilla razón de que ella no es una escritora sino un fraude liso y llano. Sin embargo, me hizo pensar en la actual fabricación de estrellas a partir de ciertos escritores reales.
Me recordó un libro de una escritora top que leí hace poco y me dio ganas de llorar, al ver cómo anulaba su demostrado talento en aras de un evidente producto para el mercado. También me recordó entrevistas con otra autora, no menos talentosa, inflada en su importancia personal, hablando en contra de uno de sus propios libros. Admitía haberlo escrito cual mero encargo, como si eso le quitase toda responsabilidad.
Asimismo, me hizo pensar en la novela “El país de los gatos”, de Fabián Muniz, en la que un escritor reprime su talento para alcanzar el éxito adoptando el disfraz de una escritora políticamente correcta.
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Culpa cero tiene varias escenas memorables. Entre ellas, y dado que me ronda el tema de los objetos, cuando Berta entra en una casa de antigüedades, en algún lugar indeterminable de Uruguay. Allí se copa con un surtidor de nafta de los años setenta, que compra por la friolera de cinco mil dólares y se hace llevar hasta su coqueto apartamento de Buenos Aires.
Lo mejor de la escena es el diálogo con la vendedora respecto del surtidor:
Berta: -¿Qué hace? ¿Hace algo? ¿Sirve para algo?
Vendedora: -No, para nada. No hace nada. Es un objeto, digamos…
Berta acepta pagar un montón de dinero por algo que no vale nada, acaso por pura identificación.-