Maximiliano Crespi - Ana Grynbaum y la novela familiar
- delinquisidorlosli
- 25 jun
- 32 Min. de lectura
Ensayo de Maximiliano Crespi para Verba Hispánica XXXII. La literatura en español del Siglo XXI
Hay un círculo, pero no hay una unidad; hay un círculo
que tiende hacia una unidad, pero que en principio se
estructura a partir de una doble historia, de un tiempo
doble y de un lenguaje doble. Una resonancia y un eco que
reproduce lo mismo pero alterado. El círculo es el
resultado del estallido de esos elementos duales y
contradictorios. Y se busca este estallido en el acto de
inclinarse sobre la escritura.
Germán García

La música del comienzo
No hay novela familiar que no narre, franca o solapadamente, la historia de un deseo cuyo objeto se desplaza al escribirse. Para un escritor, la novela familiar no es otra que la biografía de esa escritura por quien ejerce una delegación de identidad. No es pues improbable que la novela familiar de Kafka coincida en efecto con el relato de formación de lo kafkiano mismo: la historia que el escritor ha escrito mientras creía estar escribiendo otra cosa. Y es, por ello, la historia que los lectores terminan de exhumar para hacerse una imagen del escritor.
Sobre estos sesgos de neurosis mucho se ha especulado (Starobinski, 2002; Manonni, 2006). Con ellos y no por ellos se han escrito nuevas escenas de víctimas y victimarios. El neurótico es el héroe moderno. Y lo es porque lo trágico subsiste en la modernidad en la voz del padre como fantasma o en el fantasma en tanto palabra inconsciente. En el principio está el gran Freud: la novela familiar es el relato que guarda la manera en que se forma una subjetividad, entendida como el resultado de una búsqueda y de un desencuentro entre el deseo ardido y la materialidad objetiva del lenguaje, cuya elaboración puede realizarse en una escritura filosófica sosegada –como podría verse en la obra de Alain de Botton– o desplegarse vitalista en el cuerpo de una “escritura erotópica”, como ocurre actualmente en la narrativa de Ariana Harwicz y Ana Grynbaum.1 En ella se cifra una poética atraída —como todo pensamiento del afuera— al fantaseo con las imágenes que provienen tanto de la imaginación como de la memoria. Por eso emerge allí una suerte de ser bicéfalo que es, a la vez, quien escribe y quien es escrito en el revés de trama del relato de experiencia. La escritura reúne en su materialidad al cuerpo que lleva la vida histórica del escribiente y al corpus que lo escrito configura, huella y eco de una alteridad que asoma especialmente en los bemoles.
En la palabra “novela” Freud cifraba ya en 1909 la imposibilidad de apelar a un régimen de transparencias a la hora de hablar sobre aquello que germina en los claroscuros de la explicación. No es un informe, ni es una explicación, pero no deja de ser un testimonio en la medida en que allí se produce una ver dad histórica. Pero, ante todo, la novela no es el género, sino la forma en que la maraña confusa de los datos producidos por la vida encuentra el camino del relato de experiencia con relación a esa estructura de socialidad configurada por la “familia” (Freud, 2012: 217-220).
La familia es el tropo y el núcleo significante alrededor del cual se articula la biografía de una escritura inscrita en una lengua particular y en una tradición literaria que, desde Sófocles, una y otra vez retoma y reelabora sus tópicos y conflictos constitutivos. Los rasgos específicos de la familia son los que, por contraste, dan identidad al cuerpo nuevo con el que el autor se identifica y es identificado en un determinado contexto. El escritor hace con su familia lo que la familia ha hecho con él: la dispone y dispensa en una forma imaginaria.
Claro que puede atribuirse un dejo narcisista a la determinación de aquellos escritores que (como Grynbaum) optan por escribir escribiéndose. Sin negar ese aspecto, importa aquí afirmar que la búsqueda crítica no puede realizarse sobre los motivos que preexisten a la realización literaria, sino sobre la materialidad misma de lo realizado. El objeto del trabajo de lectura será pues interrogar en el texto literario en la verdad de la letra, en un trabajo de close reading orientado a una «lectura sintomal» (Althusser, 1968: 29-35) y, en con secuencia, atento a lo entredicho tanto en el régimen de la fábula como en el de la ficción (Foucault, 1999: 289-296); es decir, lo que en la articulación de los relatos se afirma como verdad histórica y como promesa de explicación. No importa pues en sí la solución ni la voluntad sobre la que se erija sino la forma en que el problema se configura y materializa. E importa subrayar también el modo en que la novela familiar sortea la encrucijada del rito y el fatalismo circular abriéndose a una experiencia literaria que irá tomando la fuerza de una verdad irrenunciable.
En un trabajo ya clásico de 1972, Marthe Robert mostró con creces que la novela familiar se instituye siempre —a la vez— como novela originaria y como novela de los orígenes. Se antepone incluso a la diferenciación de los elementos que de hecho la componen. En el marco de la simbología parental y sexual, implica una instancia todavía anal. Solo el despliegue del relato abre el camino más allá de la androginia. Los elementos que persiguen e intiman devuelven a la función paterna; los que protegen, ocultan y disimulan refieren a lo materno. La sexualización de un cuerpo escrito es un sutil trabajo con la intermitencia, con la escansión de los silencios: una fricción que resuena en las vivencias realizadas al interior del ecosistema familiar. Como «la vivencia erotópica supone un tiempo y un espacio al margen del trabajo», puede final mente «realizarse abriendo una cuña en la cotidianeidad o recurriendo a los tiempos –clandestinos– en los que la regulación de lo cotidiano se distiende» (Grynbaum, 2021b: 18). Así, cada escritura termina inscribiéndose en un escenario de tensión entre la perenne vigencia de la ley familiar y la fantasía de instauración de una ley individual.
El trabajo de la novela familiar se aplica a crear un espacio en el interior de una estructura y una lengua ya organizada jerárquicamente y ya legitimada institucionalmente, una lengua sobre la cual realizará de hecho su diferenciación. La Literatura misma se convierte en el humus sobre el cual una nueva literatura se abre paso frente a otras que la preceden. La operación se realiza en el interior del sistema, pero produciendo una alteración efectiva en sus relaciones. La escritura toma un conjunto de objetos con finalidades inscritas y los pone a funcionar en otro sentido. Vuelve a la infancia en que los elementos funcionales se someten a la dinámica del juego y desde allí activa un nuevo modo de existencia: el de la fantasía que se convierte en una forma de sustitución que solapa una pérdida irreparable (Freud, 2012). Se escribe lo que se escribe entre la infancia y la letra, entre el cobijo de lo materno y la determinación paterna. Así, las palabras son siempre las palabras de la tribu, de la clase social, del lugar, del estado de la imaginación en un momento histórico.
De la educación sentimental que subrepticiamente se realiza con la novela fa miliar, la nueva escritura emerge soberana (si no muere en el intento de darse vida). Se impone entonces como una nueva legalidad, como una nueva madre y como una nueva forma de paternidad. Esa emergencia se hace posible en una sustracción de las palabras a los usos civiles y conocidos y en una adopción de las mismas bajo un régimen de alteridad. La escritura se desfamiliariza en el mismo proceso de elaborar el relato de lo familiar. Crea una distancia entre lo que se es y lo que se hace, entre lo dado y lo puesto. La subjetividad es una conquista; es lo que se arranca al cuerpo orgánico y cerrado de la familia: lo que se distingue en ella y consigue distinguirse de ella.
En casos como el de la “trilogía familiar” de Ana Grynbaum, la asignación parte de un esquema básico del triángulo: padre (El hombre que pudo haber sido), hija (La conquista del deseo) y madre (Un asiento demasiado confortable). Pero, le yendo la trilogía como una obra única, en cada uno de esos bloques narrativos, el trabajo de la novela familiar plantea una deriva que lleva la cuestión un poco más allá: un ciclo que se inicia en una liberación y se completa con un retorno. El comienzo se inscribe como promesa de conquista del deseo; el final como descubrimiento de la perversión. En medio, el proceso se realiza por conmociones, encandilamientos, desbordes y estallidos de éxtasis que, llegados a una instancia crepuscular, descubren el goce en la propia jaula. La apelación a la metáfora tiene una justificación: se habla aquí de algo que, siendo irreductible a otras experiencias (o a la cristalización en otros relatos de experiencia del yo en la novela familiar: desde un Felisberto Hernández a un Jorge Barón Biza), guarda en efecto una cierta semejanza estructural en la disposición subjetiva: la desaparición del sujeto elocutivo implica la consolidación encarnada del sujeto escritural (Ludmer, 1982; Panesi, 1993).
Esa operación no puede circunscribirse tan solo al contexto de emergencia, pero su explicitación puede dar cuenta de la singularidad y el valor político de la apuesta. Grynbaum es uruguaya. Su obra puede ser leída como desafío a un campo literario vernáculo adormecido y apático, pero también como respuesta frente a la asfixia de un imaginario de las experiencias familiares macera do en los lugares comunes de la ideología progresistas o feministas. Más que una reivindicación de género, la literatura de Grynbaum supone una apuesta por la corporeidad de un deseo que cruza los géneros y las sexualidades en la experiencia de la sensualidad en los momentos en que la propia configuración subjetiva parece vacilar en el relato autobiográfico. El recuerdo se abre (alterado) a y por la ficción.
Como todo retorno es siempre un retorno de la diferencia, el tipo de subjetividad que de esa escritura emerge se afirma en una verdad: la de que escribir es necesariamente tomar partido con relación a un problema identificado. En el despliegue y la elaboración de la propia novela familiar hay en juego siempre algo del orden de la moral. Ante todo, la moral de las formas, porque, aun cuando el sujeto determine su propia borradura en una demanda de libertad irrestricta, lo que subsiste escrito en la forma siempre responderá por él — ante la propia familia y ante el propio lector– (Robert, 1972: 178-183).
En Grynbaum, la escritura es sin duda el resultado comprometido de un acto de liberación. Pero no es ella la que de antemano fija el compromiso en esa di rección; es el propio compromiso lo que la libera y la hace ser en relación con los otros. De esa relación no se sale indemne: la experimentación del dolor o del goce en los otros siempre deja en la escritura una suerte de resto. La propia Grynbaum abre un paréntesis para afirmar: «difícilmente una relación se liquide sin resto» (2021: 182). De cada herida abierta, como de cada orgasmo alcanzado, la escritura arranca para sí siempre algo.
La escritura de la novela familiar abre pues el proceso de invención de un lugar de enunciación en el espacio social de una literatura. Para Grynbaum, escribir es asumir el desafío de esa conquista; pero no como un objetivo, sino como un camino, es decir, como ese «movimiento de la vida» que se traduce «en el discurrir de una metralla de palabras con significado aleatorio», como una suerte de «fractal» cuya progresión —fragmentada y aparentemente irregular— se repite, como una música secreta, a diferentes escalas.
El espectáculo de la degradación
«No es posible volver a donde nunca se estuvo», dice el personaje que oficia de narrador en El hombre que pudo haber sido y con esa frase da comienzo al relato (Grynbaum, 2016: 9). Es la clave para la lectura de una narración cifrada en torno a la figura de un padre: una figura que resuena a lo largo de la novela incluso por debajo de los obstáculos que el personaje de Bernardo erige para darse el reconocimiento a un fracaso. No se trata del trasegado tótem del pater familias y de su involuntaria capacidad para generar, a través del malentendido (respecto de su propia imagen), el goce inconfesable en quienes suscriben la obediencia, incluso en la evidencia de su autoridad arruinada sobre el fondo del parricidio mítico. Porque, aunque en Miriam de hecho lo concrete en un proceso que entrama imposibilidad de goce (sexual) e insuficiencia simbólica, y que circula espejada en la cadena significante de la investigación que lleva adelante el vacilante narrador (Iaír) como deseo inconsciente, el padre que se presenta en la ficción de Grynbaum es el insolente signo de lo que falta: el lugar al que se ansía volver aun sin haber estado nunca antes.
La insistencia por momentos agobiante con que el relato sobreimprime la re presentación de los personajes asoma como un síntoma. Hay cierto goce en ella y en la demora con que acumula signos de intrascendencia; como si, de hecho, Grynbaum no se preocupara siquiera en ocultar que su intención deliberada es la de sumergir al lector en la densa cotidianeidad de las vidas infelices que se sostienen en pie achacando la responsabilidad de la desgracia en quienes los rodean y a los que están atados por un vínculo. Todo lo que va a contarse en la novela se insinúa ya previsible desde las primeras páginas, porque lo que se busca mostrar no es un acto revelador, sino más bien el grumoso y ralentizado proceso de decadencia en que la familia arruinada se sostiene, en una dilatada y suspendida agonía, en una afectada —y en muchos pasajes grotesca— mise en scène del espectáculo de la degradación, cuya más clara expresión es la forma adquirida por el propio discurso del padre: Bernardo no buscaba ser intencionalmente blasfemo, pero no podía evitarlo; padecía una suerte de compulsión hacia las malas palabras. «Como el Rey Midas que todo lo que toca convierte en mierda —que él mismo evocaba— su boca se abría para dar paso a una lava soez que todo lo contaminaba con su inmundicia» (2016: 26). O, mejor aún, en el tipo de relación degradante y desvergonzada en la que ha caído la vida de sus padres: «Clara y Bernardo se revolcaban en el goce del mutuo maltrato, como cerdos en el barro. Para ellos era normal, para quien caía en la posición de espectador, la escena que montaban resultaba impúdica» (2016: 53).
En una simetría que no deja de destilar perversión, la novela narra dos in estigaciones. La del descubrimiento de Miriam por parte de Iaír y la de la memoria de los descendientes de la Shoá. Y si la segunda reverbera en relatos de afectación patética, la primera se constituye sobre la base de un relevamiento biográfico exagerado por quien se presenta como víctima de dos padres funestos. El propio hecho de que en la cesta de la representación ella misma se identifique con Dido y con Antígona muestra hasta qué punto Grynbaum carga de ironía la fábula, en estricta coherencia con el núcleo sensible de la ficción.
¿Cómo dar consistencia a la vida de un padre cuyo relato se sostiene en lo que pudo haber sido? La respuesta es simple, pero entraña también un íntimo desafío: en la forma y en los efectos de inscripción concreta de su muerte en el cuerpo de los otros. Y es justo que así sea, porque lo que se debe evitar es caer en el lugar del neurótico (en el lugar de lo que es ya el héroe trágico de la modernidad): obstinarse en salvar las indignidades del padre en los propios síntomas. Como si la incertidumbre de la paternidad pudiera realizarse de hecho como mero trauma de vástago y no como resultado de la caída de la agalma (Lacan, 2003: 163-164). La primera impresión que Iaír expone de Miriam es la de un ser resentido y obstinado en «mitigar la tragedia de pertenecer a la familia a la que pertenecía» (2016: 36). Es que, a diferencia del personaje trágico de Edipo, Miriam sabe lo que no quiere saber (lo que se ha convencido que ignora) y ese saber sublimado la sostiene —hasta la muerte física del padre— en una suerte de vacilación. Digámoslo con Grynbaum: mientras el padre es descrito por la propia Miriam como un “franelero”, alguien que no llega nunca a profundizar —«lo de él es la franela. Franeleó con el socialismo como franeleó con la cultura y… ahí lo tenés. Un viejo jubilado que mira tele» (2016: 66)—, ella por su parte no soporta la penetración. La huella de un supuesto vínculo incestuoso —reconstruido sobre la sombra de una escena de violencia intrafamiliar— late de hecho como trasfondo oscuro de ese relato que poco a poco va cooptando el interés de Iaír y que se anuncia a través de los gestos y las actitudes de ambos, más que de las palabras mismas que tanto en el padre como en la hija sólo buscan conmiseración.
El fracaso de la novela familiar se materializa no —como en Hamlet— con la propia muerte, sino con el orgasmo que consigue abrir un espacio en transferencia hacia la segunda muerte, es decir, en la medida en que algo de la verdad que escapa a la consistencia del Saber sale al cabo a la luz. La castración finalmente transmitida habilita en Miriam la función paterna en tanto con sigue autopercibirse no como “la mujer que habría podido ser”, sino como la que, recordando las últimas palabras de Dido en La Eneida, encuentra cierta conformidad con su destino en la forma inalterada de lo vivido: «lo único que espero poder decir, cuando me bajen a los infiernos, es: Vixit» (2016: 132). Así, Iaír será un elemento necesario para la realización de tal desplazamiento, para que este se produzca no como un sueño de superación (respecto del padre), sino como constitución de una diferencia que de hecho lo quite de su institucionalización como punto de referencia.
Iaír es una presencia activa que ha sido retirada de su espacio habitual:
Que algo al menos me costara un poquito menos, esta cosa de andar repechando y repechando me ponía muy inseguro. Y de la inseguridad a la superstición hay un brevísimo paso, que procuré no dar. Yo había tenido siempre una vida fácil y cómoda, que transitaba según planificación previa y ajena; hecha a medida para mí, por parte de mis seres queridos —primero mis padres y luego mi esposa (2016: 41).
Pero, en el régimen de la ficción, la voz de Iaír está ahí para descubrir a Miriam descubriéndose. Es un elemento necesario en la segunda trama del relato. En ese marco es, de hecho, un tercero que no participa más que acompañando con la escucha la construcción del relato mítico cuyo análisis ocurre en un universo que se le hace a la vez atractivo e insondable: «Miriam necesitaba ser escuchada y engranaba. Yo trataba de prestar oído lo mejor posible, al menos» (2016: 178), dice el narrador. El que escucha no deja crecer la relación entre ambos más allá del diálogo porque se sostiene en la conversación como una escucha imparcial en una suerte de análisis profano. Que emplee como elemento justificador de esa distancia la protréptica del compromiso con la otra investigación (la investigación histórica sobre la diáspora, donde la relación con la verdad aparece una y otra vez obturada por el peso del deber ser), poco importa. La oye como a la espera de esa invención de sí misma que lo hará existir también a él en ella. Todo su accionar se basa en esa disposición ávida de un deseo y en ese no saber sobre el que se revela la insatisfacción de la demanda histérica.
Por eso, la novela tiene de hecho dos finales. El primero cuenta el fin de una vida (la de “El hombre que pudo haber sido”); el segundo, un nacimiento (el de “La mujer que no renunciará a sus deseos”). La primera parte crea las condiciones de posibilidad de la segunda, pero de hecho también la de la trilogía completa donde esa Miriam volverá transfigurada desde una disposición orientada hacia la propia realización.
El primer final parece asentarse en la forma de una fatalidad abierta. La perspectiva del narrador lo deja deslizar con cierta resignación: «El final de una vida siempre es abrupto, un final trunco: algo se corta y cae. Esa vida no se des prende de una vez y para siempre. Cae y vuelve a caer y sigue cayendo por un tiempo» (2016: 172). Hay en esa imagen la implícita demanda de un duelo que convertirá el dolor en algo más. Pero ese duelo es un trámite que compromete siempre la mediación de la palabra: «Con estas caídas se escriben historias, narraciones que solo su protagonista no puede leer», como si su sentido no pudiera materializarse ante sus ojos más que en la escena profana de una conversación con otros» (2016: 178). Como el relato es «un camino de cornisa» y «se elabora en torno a un precipicio», su tránsito exige el desdoblamiento de la pa labra que funciona como contención. Por supuesto: no se trata de una cuestión de tiempo en términos durativos («Bernardo no llegó a cumplir ochenta años, no, pero… si hubiera llegado ¿qué?, ¿habría cambiado su existencia en lo más mínimo?»). El relato siempre se encuentra con la evidencia de lo ineluctable: la pérdida definitiva de unas esperanzas que de hecho son también ilusorias. «Cuando el tiempo se acaba, da la impresión de que faltó tiempo. Que si la historia hubiera podido continuar habría podido virar hacia otra cosa» (2016: 178-179). Pero el viraje, que tuvo antes muchas oportunidades para producirse se diluye en lo contrafáctico. A esa constatación solo puede llegar quien escucha a distancia, leyendo entre líneas, siguiendo lo confesado a través de lo dicho en la letra sumergida o en el revés de trama del relato.
En el momento más reflexivo de su narración, Iaír llega a afirmar:
Yo no tenía esa sensación respecto de Bernardo, en cambio Miriam parecía creer en el hombre que pudo haber sido, incluso criticándolo. Ella era la hija de aquel hombre aferrado a sus proyectos abortados y a los íconos de la cultura que adoptó en su juventud y convirtió en los fetiches que lo acompañarían como las muñecas a las niñas, que vivía en el escenario de su imaginación tanto cuanto la realidad se lo permitía (2016: 179)
Donde hay un padre hay un habla; donde hay un habla hay una escucha bajo la cual se realiza una respuesta. Miriam encarnará, en el segundo final, esa respuesta como acceso al goce. Pero esa encarnación no surgirá si no de la aceptación de «una realidad innegable»: que “El hombre que pudo haber sido” es una forma de referirse a su padre. Con sus torpezas —y no pese a ellas—, Bernardo es un padre —haya o no «encarado la paternidad a fondo». Y la confirmación de esa paternidad no se ratifica en sus actos sino en lo que esos actos hacen emerger en la hija. Porque Bernardo fue ese padre, «su hija recibió el legado: en la vida lo esencial es realizarse» (2016: 179). En su no realización, en la postergación cifrada bajo el potencial frustrado, se hace posible la realización de la hija; en su impotente franeleo, en ese constante hundirse en «una suerte de erótica de la frustración» (2016: 52) se hace posible el goce real finalmente experimentado por la hija. Porque es tal, crea y multiplica las fantasías que, para la hija, condensan en el fantasma como condición estructural; porque es tal, le permite la precipitación del sujeto que confirma la eficacia de la estructura; porque es tal, traspone sin saber la potencia de una verdad que emergerá en la realización de la hija. Pero sólo en tanto es un “padre muerto” adquiere el carácter de padre simbólico y abre un posible tránsito a la realización de la hija como diferencia.
La escena de la agonía fantasmática del padre pone a la hija en el proceso de una inquietud, de una búsqueda todavía incierta. Dice Iaír: «esta Miriam que se busca a sí misma, que se abre al mundo, es hija legítima de los deseos aborta dos de su padre. Es tanto el producto como el reverso de aquel hombre que se dedicó a anular sus deseos más preciados» (2016: 179). Pero es recién cuando se produce la muerte concreta de Bernardo que Miriam asume y afronta, en la práctica, «aquello a lo que su padre renunció: el riesgo de hacer un camino propio, al costo que sea». No es en el campo de reconocimiento vertido en discurso, sino en el pasaje al acto que ella finalmente «responde a los fracasos de él no renunciando a desear y realizar, aprendiendo del mal ejemplo paterno a no perderse en el imperdonable callejón sin salida de la cómoda entrega, de la capitulación existencial» (2016: 179). El no reconocimiento de la impotencia, la proyección de una imagen malograda por el destino, el franeleo superficial con las teorías y las poses de la revuelta siempre resignada a la imposibilidad, han hecho de Bernardo el padre simbólico frente al cual Miriam se realizará como diferencia. En tal sentido, acierta Iaír al decir que las contradicciones, «insalvables en Bernardo», han puesto a Miriam en la encrucijada de elegirse y, aun siendo ella «demasiado adolescente», la han llevado al camino de su realización: la conquista del deseo.
La conquista esquizoide
Esa conquista se realiza y se vuelve narrable en una inequívoca poética de género: el Bildungsroman (Robert, 1972). Y se formaliza a partir de un visible desdoblamiento que frustra cualquier simplificación en la progresión lineal.
La conquista del deseo, propio y ajeno, un mismo movimiento, no se llevó adelante para Iara en línea recta», dice la voz de aquella que fue Iara. Es la voz que recapitula la que puede reconocer el esfuerzo que la otra asumió, un poco a ciegas, en tiempo presente, al «abrirse camino a brazo partido entre una maraña de objetos, materiales y espirituales, que se interponían entre ella y el mundo (Grynbaum, 2021: 9).
La narradora lo describe con precisión materialista: la novela de aprendizaje se rea liza atravesando capas y mediaciones que se imponen entre el sujeto y el mundo.
En el origen está, por cierto, en esa «intuición de sí misma» que se hace posible tras la decisión de no abdicar del propio deseo y construir sobre él la propia diferencia. Y, luego de eso, la del escenario pasible de ser cargado de experiencias desafiantes. Lo que en efecto da cuenta de esa distancia es lo poco que sobrevive en la configuración de la experiencia.
Fue necesario descartar el noventa y nueve por ciento de esos materiales pesados y engorrosos para tomar contacto, y luego posesión, de la materia deseante en su cuerpo y en el cuerpo amado», dice la narradora que acusa haber atravesado de manera vicaria ella misma esa experiencia sensible. Como si viniera de la novela previa, la voz que escribe La conquista del deseo lo hace desde la convicción de que la historia de esa con quista es la de «la peripecia surgida al empujar los límites de los acotados ámbitos de su vida (2021: 9).
Si el neurótico es de hecho el Prometeo de la modernidad, y si lo trágico subsiste en la modernidad travestido como eco de una reverberación inconsciente, la «aventura heroica» de Iara se eslabona como «una cadena de enfrentamientos orientada al objetivo de robar el fuego sagrado» (2021: 9). El pretexto de la novela se apoya sobre la discutible creencia según la cual la experiencia amorosa otorga a los sujetos un «saber palpitante» cuya adquisición se afirma como educación sentimental en el relato de iniciación, de formación y de aprendizaje explicable por las crisis y vicisitudes que se inscriben como trasfondo necesario de lo que se proyecta en sus prometidos goces. Pero no se queda ahí. Parte de la premisa de que esa adquisición se realiza merced a un distanciamiento interno, un desconocimiento y una objetivación —como si el «saber palpitante» solo fuera observable desde una producción esquizoide. La voz narrativa convalida esa hipótesis al afirmar que
en cuanto a los objetos que poblaban los ambientes de Iara, a mí me toca recoger lo que ella ha tirado, incluso fragmentos tan difícilmente recuperables como diminutos hallazgos en la arena del desierto. Los reúno en un puzle destinado a quedar inconcluso. Cada pieza vale no por lo que muestra sino por lo que evoca, mediante cierta operación del alma. Debo absorber el malestar que mantiene exiliados de la memoria a esos objetos para que puedan regresar (2021: 9).
Lo que se compone es un mosaico de experiencia y memoria, de placer y deber, de familiaridad y extrañamiento. Pero sobre todo de flujo vital (en su ascendencia etimológica tupí, Iara es la diosa del agua que fluye) y elaboración de experiencia que, como dice Walter Benjamin, se realiza en el relato. Lo resignado son los restos («esta historia se escribe tanto a partir de lo que Iara rescata como de lo que deshecha», afirma la narradora omnisciente). Dice la narradora en el prólogo: «[Iara] tira el lastre para navegar, voy tras ella juntan do los descartes, convirtiéndolos en materia de mi construcción, esta que les presento» (2021: 9).
Iara y la narradora; cada una operando a su modo y en un nivel de especificidad. Vida y literatura: de un lado la que vive y del otro la que narra, de un lado el cuerpo y del otro cierta forma de la conciencia y la autosospecha que se tramita como discurso. Una vez más la historia es doble: una es la de los hechos narrados y otra la de la “sombra” sobre la cual se instituye la propia narración. Oigamos una vez más esa laboriosa voz empecinada en dejar en claro el desdoblamiento: «Ella es la protagonista y yo su sombra. Ella se empantana en un mar solidificado por la resaca, debo yo dragarlo para que siga avanzando hacia su futuro» (2021: 9-10). Una hace, actúa, mueve, desordena, altera todo lo que toca; la otra se aboca escrupulosamente a «refaccionar los objetos, limpiarlos, ordenarlos, procurando para cada uno el anaquel de su conveniencia». Y así como no todo lo que la una toca consuma experiencia, la otra no siempre consigue restituir el orden previo al paso de Iara. Los objetos alterados acusan recibo de los términos del abandono: «son demasiados y braman enloquecidos por seguir recibiendo la atención que los conserva» (2021: 10). La voz que narra lo hace como obedeciendo a un mandato que se le ha vuelto —o ha asumido como— irrenunciable.
La narradora se reconoce en el encargo de «aislar los mandatos que cayeron con violencia sobre el tierno cuerpo de Iara». A lo largo de la novela, lleva adelante esa tarea minuciosa de atención, sometiendo sus efectos en Iara en el movimiento de un análisis que tiende a desarticular su naturalización. Por eso el régimen de la narración está siempre interceptado por el análisis, por la atención a esas demandas que recaen sobre Iara, de manera directa o mediada, ya sea bajo la forma explícita (denotativa) de las prohibiciones, o en la retó rica implícita (connotativa) de los pedidos, los consejos, las advertencias. Su vocación se pliega en la tarea de describir la verdad implicada en esa tensión inestable entre el deseo y la convención. Es lo que se infiere de la declaración de la narradora cuando plantea el desarrollo de su relato «en un nivel de verdad que le dé soporte» a los acontecimientos que marcan el camino de la conquista. «Parte de lo que estoy comprometida a rescatar es el encanto anterior al desencanto que Iara sufre en relación con sus adultos amados», dice la narradora (2021: 10).
En ese singular tránsito narrativo, el estado más “natural” de Iara será, a los ojos de la diligente narradora, el de la fascinación. Iara pasa de la ilusión a la alucinación y de ahí al desengaño. Todo el tiempo crea idilios (afectivos, amo rosos, sexuales) y luego los ve caer del pedestal y hacerse añicos en el árido suelo de la realidad. En el trabajo del relato, la narradora dispone todos sus recursos y todo su oficio para devolverlos a una realidad sensible para que así vuelvan a brillar, en una imagen plena (de encanto e incomodidad), con un resplandor acaso perdurable.
Dicho de otro modo: mientras Iara se proyecta dejando tras de sí el mundo y lo que del mundo resiste a la experiencia —la experiencia como aquello ex- que arrancamos a lo que perece—, la narradora se pliega a su vez sobre lo sucedido, arrastrada por el irrefrenable impuso de Iara aunque, como el melancólico ángel bejaminiano, sin dejar de posar su mirada sobre las ruinas que van que dando arrumbadas detrás. «Ella progresa mientras yo me atraso, vanguardia y retaguardia», concluye la narradora de la historia. Mientras Iara abre, a través de Edi, su camino de conquista del deseo, la narradora de Grynbaum se de mora en un rescate inútil —y, por eso mismo, milagroso como toda auténtica obra de arte. Mientras Iara es «la niña que se debate por dejar de serlo», vive un presente puro, desafiando «el maremágnum de tabúes coronado por el no tocar, no mirar, no gozar» (2021: 10); la narradora se sostiene en el anacronismo, acorralada en el pasado y el futuro. Una es un cuerpo, carne viva en la encrucijada del deseo, jugada a matar o morir (o, mejor dicho, a matar y a morir), empecinada en no dar un paso atrás en la convicción de torcerle el brazo a los mandatos sociales; la narradora es una conciencia inmersa en el trabajo de una escritura tensada entre el relato y su análisis. En esa articulación, la ficción de Grynbaum se vuelve única porque narra las vicisitudes de una búsqueda y una educación sentimental sin asignarse el lugar estabilizado de la experiencia y sin usufructuar los beneficios de la inocencia.
El aprendizaje es lento y sostenido. Pero también es complejo. Grynbaum lo deja muy claro «se aprende a vivir con las mutilaciones de la existencia» (2021: 51); el deseo conquistado es aquel al que se llega tras «derrocar la vivencia humillante» y crear el propio espacio en el vacío: «Se aprende a desear saltando sobre alguna nada más o menos cargada de basura» (2021: 108). Lo que vuelve único al aprendizaje que da lugar a la conquista del deseo es que se realiza por fuera de todo cálculo y toda premeditación. Es una experiencia que se hace en soledad, enfrentando el riesgo y la angustia de la frustración y el desencanto. La «hazaña es sin testigos» (2021: 106). Pero, ante todo, es un salto irreversible hacia un casillero no marcado: «A pedalear se aprende pedaleando, o no se aprende», dice la narradora en un momento de superposición con el persona je de Iara. En tal sentido es sobre todo un trabajo contra los propios miedos que se instituyen (social e íntimamente) como obstáculos en la conquista del deseo. Es el descubrir en uno mismo la fuerza y el coraje para realizar la transgresión: como dice la narradora en la cabeza de Iara: «aprender a controlar esos miedos que me ordenan alejarme de lo que deseo» (2021: 67).
Bajo la óptica de quien los busca en la inmediatez del presente, el amor y el aprendizaje se pliegan en un mismo movimiento: «Ardo en deseos de aprender, de aprehenderlo [a él]; como nunca antes deseé nada, mucho menos el esfuerzo de un aprendizaje. Aun si no sé exactamente lo que busco», dice Iara (2021: 71). Y en tanto búsqueda siempre abierta, la del deseo no puede cerrarse en la estructura contractual del matrimonio: «No casarme con Edi es lo mejor que me puede pasar. Voy a ser libre, si aprendo cómo», agrega. Se trata de salir, de romper el cerco impuesto por los modelos instructivos que sostienen la socialidad tradicional: «¡Tantos años estudiando para no aprender más que la sumisión! Ahora que necesito dar el salto no cuento con ningún punto de apoyo, pero lo daré igual» (2021: 79), dice la joven, acreditando en sus palabras la evidente carga de adrenalina que ese salto produce en tanto se sostiene como promesa. Pero también lo que la decisión del salto exige:
Debo inventar la forma de hacerme cargo de mí. Estoy de cara al futuro por primera vez. Miro hacia adelante por necesidad. Considero que no tengo lo que perder, me urge desarmar el pesado hatillo de mi sujeción, lleno de estupideces ajenas, aunque más no sea para coleccionar las propias. Si no hay otra opción, que la estupidez sea punzante. Una serpiente se desliza entre mis muslos rumbo al centro de mi ser (2021: 79).
Ya madura, ya convertida en la voz que acredita la experiencia, la narradora reordena el mundo en dirección a lo que en el deseo conquistado todavía insiste: «En el terreno sexual, como en los otros, creía que había un destino para mí y que debía apresurarme en alcanzarlo, porque también habría un tiempo crítico para vivirlo o perdérselo» (2021: 123). Lo que ahora sabe es que alcanzar ese destino es comprender que se desplaza delante suyo como la línea del horizonte. Alcanza así la comprensión de que la conquista del deseo se realiza siempre como promesa aplazada: «mucho más tarde comprendí que lo maravilloso del aprendizaje es que puede no tener fin», dice la narradora (2021: 123). Esa enseñanza, especialmente válida en el terreno del deseo sexual, es también aplicable al del deseo literario.
Horror y voluptuosidad del círculo
Aunque haya sido escrito en 1969 a propósito de El fiord de Osvaldo Lamborghini, el fragmento citado en el epígrafe de este trabajo bien podría describir la última transgresiva y circular narración de la trilogía familiar de Grynbaum. Un asiento demasiado confortable es una obra de deliberada reflexión sobre el goce en la perversión. Por esa razón es justo que sea la que cierra el ciclo.
Como las narraciones previas del mismo ciclo, esta breve nouvelle es también un relato doble. Es, al mismo tiempo, un acto de ocultamiento y de revelación. La ficción trabaja así la contradicción y la devuelve como interrogación abierta al mundo: es el paso (en el vacío) al lenguaje literario el que produce en un momento el ocultamiento y en otro la revelación. Lo que se oculta es lo que el consenso sublima en el pudor del código; lo que se revela es lo que permanece latente hasta que emerge (soberano) en el cuerpo de la letra.
Las dos historias que pone en escena Un asiento demasiado confortable (2020) son presentadas por Grynbaum bajo una misma voz narrativa, voluntaria o compulsivamente sometida a dos tipos de relaciones: una umbilical y la otra genital. Ante la inminencia de la muerte —o, mejor dicho: ante la larga agonía— de su madre, que se prolonga en tortuosa agonía (como la del padre en El hombre que pudo haber sido), Leila asume la tarea de poner en orden el universo de la influencia materna. Atravesando el ajetreo de esa experiencia sufrida y desgarrada que da lugar a su propia constitución subjetiva, se sumerge deliberadamente en el cajón de recuerdos de esa mujer que fue su madre y reconstruye ese pasado. Desde los escombros de una vida hace emerger la traza de los deseos que de hecho alguna vez la habían animado. Ese proceso de inmersión en el universo materno se narra en paralelo con otra forma de atadura: la que sorpresivamente la liga a un hombre sin nombre que la provee de un particular servicio sexual que la mantiene a la vez cautiva e insatisfecha.
El tema sobre el que se cierne la propuesta de la nouvelle se articula pues en espejo: desde la compleja relación madre/hija ceñida sobre una vida corporal rutinaria hasta lo que en el relato se desanuda tanto en plano imaginario (la liberación de la carga tras la muerte de la madre-Planta) como en el físico (por mediación experimental en el “servicio” de Seguro). Esa doble articulación marca el tempo del relato: en la trama regresiva que permite reconstruir la naturaleza de la relación de la narradora con la madre-Planta, la trama se espesa, el ambiente se vuelve insoportablemente denso; en el espacio excepcional gobernado por Seguro, la narración se carga gradualmente de tensión dramática y se espiraliza hacia el clímax.
La arquitectura estructural del relato de Grynbaum remite su origen a una con junción de dos fuerzas contradictorias: azar y voluntad. Por eso mismo, el desarrollo de la trama no puede afirmarse más que en el régimen de la tensión irresuelta. Vale la pena dejarlo en claro: no está en juego un destino sino una experiencia en tanto crisis. O mejor aún: un arduo proceso del cual la narradora saldrá alterada. Por ese preciso motivo, el relato muestra siempre la configuración de un mundo abierto, desdoblado, desgarrado a su vez por otra duplicación: la de los nombres de los personajes y los lugares, y los lenguajes con que se los describe en la trama. Y por eso también la densidad que unos y otros adquieren en el volumen del relato es proporcional a su capacidad de afecto (sensible o sentimental), al peso específico que toman en la perspectiva del personaje que articula la ficción. En virtud de esto, son una carga o la oportunidad de una descarga. En el primer caso, la conducen de la aparente libertad a la angustia; en el segundo, de la angustia a la aparente liberación. Y en ese sentido la estrategia ficcional guarda de hecho una estrecha relación con la que sostiene La conquista del deseo.
La carga remite siempre al desgastante proceso de arrastrar un pasado. Casi una procesión. En ese sentido, la imagen de la madre y su séquito de sometidos bien puede aludir a esa forma de la herencia que se lleva fatalmente encima y que, en todo escritor, se impone bajo el nombre de “tradición”. Se trata, por supuesto, de esa la fuerza inercial del pasado que agoniza natural y lentamente a causa de la abulia, la apatía y la impasibilidad, pero sin morir nunca del todo —como si la imagen de la decadencia remitiera necesariamente (por contraste) a un pasado de grandeza respecto del cual no se está a la altura. Como si se señalara a una literatura deprimida, que se escribe con la fuerza del enfermo y que, «en el país de todos los quietismos» (2020: 55), acaba imponiéndose a fuerza de manipulación extorsiva sobre la conciencia de los sanos, contando con la amenaza de sanción pública por denegación de pertenencia. La descarga, parece insinuar la autora de La cultura masoquista, se consigna en la figura del orgasmo y la pequeña muerte.
Carga y descarga, Planta y Seguro, el trabajo y el confort, aparecen sugestivamente superpuestos en la perspectiva de la narradora: «Fue durante la fase final de la Mujer-Planta que conocí a mi amante Seguro» (2020: 7). La Mujer Planta «había estado desde siempre en mi vida». Pero, al momento de la irrupción de Seguro, era ya una carga: «Sin pareja, con unas pocas amigas, Planta era mi único familiar directo y yo la única responsable de lo que quedaba de ella. Debí hacerme cargo también de su casa, mi hogar infantil» (2020: 7).
Seguro, la figura opaca donde se consigna la descarga, la liberación condensada en la pequeña muerte, supone un cambio, una alteración en el curso monótono de una vida limitada por el Cordón («No mucho más lejos del Cordón llegaba mi universo», confiesa la narradora). La estampa fantasmática de Seguro se impone drásticamente y de inmediato se instituye como uno de los polos de la tensión que sostiene la ficción. En este sentido, la de Grynbaum es, como afirma Mathías Iguiniz en una lúcida lectura de Un amor contrahecho (2019), tanto «una ficción sobre la evanescencia del presente» como «sobre las estrategias del deseo para consumarse en los lugares más insólitos» (2023: 125). La figura de Seguro produce esa suerte de cambio de tiempo. Se impone contra toda previsibilidad, porque de hecho se presenta casi desde su invisibilidad. Dice la narradora:
Al principio le parece que el lugar está vacío, pero no, tras el mostrador hay un hombre viejo, que perdió la edad situándose más allá del conteo de los años, tan gris que se camufla con el abandonado interior de la tienda. La turbación le impide fijar la mirada en él. Recién más tarde, ya fuera, reconstruirá su imagen: enjuto, anodino, de nariz afilada, pequeños ojos claros o descoloridos, cabello cano, ropa casi harapienta» (2020: 10).
Nada en él destaca ni se muestra en principio como un motivo de atracción. Pero, en la estructura particular del relato, la emergencia de su figura está, de hecho, más del lado del acontecimiento y de la irrupción inesperada —razón por la cual puede llegar a alterar la somnolencia del presente desde lo que (irónicamente) se describe con un «trabajo con la lengua». De hecho, lo que Seguro ofrece es una alteración, un desplazamiento de la comodidad de una novedad inmóvil, mecánica, asocial. Pero esa alteración sólo es posible en un espacio de excepción: bajo una «iluminación teatral», fuera de la instancia utilitaria (trabajo, comunicación) y fuera de la retórica de lo familiar (a merced de «un absoluto desconocido», en un pequeño ambiente apartado, «en una habitación ciega»). Lo que allí se activa es un servicio y una mecánica objetiva —en el encuentro con ese fantasma que actúa siempre maquinal, sistemática, insensible, burocráticamente: limpia, abre, penetra, roza, golpea, succiona, trabaja, se retira: «Aquel sillón era el terreno de una fábrica de placer, mi cuerpo un circuito eléctrico activado, con una fuente de alimentación única y poderosa. Seguro, mi obrero, capataz y director de aquel centro de operaciones diabólico» (2020: 13). Es justamente ese rasgo desapasionado el que alimenta la perversión y el encanto fascinado con el propio pudor («Pasé junto a él para ingresar en la trastienda, sin mirarlo, transportada por el deseo y el miedo... Estaba como hipnotizada», dice la narradora). En tal situación se habilita un espacio de excepción como el creado por la función (¿poética?) que produce una suerte de novedad adictiva, un cambio de sustancia dentro del curso de la monotonía en la vida y en el campo de percepción de la narradora: «Mi cuerpo entero se contorsionaba en un viaje a la deriva. Por extraño que pueda parecer la escena transcurría con total naturalidad y en absoluto silencio» (2020: 12). Lo que de esa suspensión emerge es una instancia de corte con el régimen de la demanda social con relación al deseo: «Yo estaba como anestesiada ante la vergüenza, el asco y el miedo, que de ordinario me acosan en situaciones me nos extravagantes». El orden no es aleatorio; cifra las fases de un proceso de desbaratamiento de los velos que impiden el anonadamiento que crea el efecto de liberación. Dice al fin del trámite la narradora: «Nunca me había sentido tan libre, tan vacía» (2020: 13).
Planta y Seguro, cada uno se instituye como una posibilidad de goce. La imagen de Seguro en el pequeño cuarto (un personaje sin atributos reducido a una obstinada función felativa) produce en Leila lo que ella llama “el estremecimiento” por el goce y la voluptuosidad que reverbera en su cuerpo incluso días después; mientras que la de su madre (Planta), rodeada de su séquito en el Averno, lo produce en el espectáculo de la decadencia como respuesta a años de horror y la mezquindad afectiva —«me doy vuelta en la cama y en seguida choco contra la imagen de Planta semi-ahogada en un gran charco de inmundicia, como si mi omisión pudiera acelerar su muerte» (2020: 16). En esa «especie de combo» el sentido del círculo narrativo se despliega en ambas direcciones, ambas fuera de la zona de confort: el goce en su íntima relación con la vida y en su inevitable lazo con la muerte. Y en el corrosivo círculo bordado por la escritura de Grynbaum a lo largo de un centenar de páginas, la literatura se produce no como solución imaginaria de conflictos reales, sino como camino abierto e imperturbable (y por eso mismo perturbador), a través la experiencia opaca y eventualmente agreste del horror y la voluptuosidad.
1 Junto al escritor Ercole Lissardi, Ana Grynbaum ha propuesto la noción de “erotopía”, para describir «el camino que lleva a construir las condiciones para que lo más íntimo y subjetivo –el Deseo– finalmente se encuentre con su objeto generando consecuencias en la realidad» (2021b: 11).
Bibliografía
-Althusser, L. (1968): «Prefacio: De El Capital a la filosofía de Marx». En: Louis Althusser y Etie Balibar, Para leer El Capital. Buenos Aires: Siglo XXI, 29-86.
-Foucault, M. [1966] (1999): «La trasfábula». En: Entre filosofía y literatura. Barcelona: Paidós, 289-296.
-Freud, S. [1908] (2012): «La novela familiar del neurótico». En: Sigmund Freud, Obras Completas, IX. Buenos Aires: Amorrortu, 215-220.
-Iguiniz, M. (2023): «Erotismo, escritura, tecnología». En: Maximiliano Crespi y Mathías Iguiniz, Ficción y transgresión. La literatura rioplatense del siglo XXI. Montevideo: Libros del Inquisidor.
-Grynbaum, A. (2016); El hombre que pudo haber sido. Buenos Aires: Santiago Arcos.
-Grynbaum, A. (2020): Un asiento demasiado confortable. Montevideo: Muerde muertos/Libros del Inquisidor.
-Grynbaum, A. (2021): La conquista del deseo. Montevideo: Libros del Inquisidor.
-Grynbaum, A. y Lissardi, E. (2021b): Erotopías. Las estrategias del Deseo. Montevideo: Libros del Inquisidor.
-Lacan, J. (2003): El Seminario, Libro 8: La Transferencia. Buenos Aires: Paidós.
-Ludmer, J. (1982): «La tragedia cómica». Escritura, 7/13-14, enero-diciembre, 111-118.
-Panesi, J. (1993); Felisberto Hernández. Rosario: Beatriz Viterbo.
-Clerot, L. F. R. (2011): Glossário etimológico tupi-guarani. Brasilia: Senado Federal.
-García, G. (2003): Fuego amigo. Cuando escribí sobre Osvaldo Lamborghini. Buenos Aires: Grama.
-Manonni, O. (2006): La otra escena. Claves de lo imaginario. Madrid: Amorrortu.
-Robert, M. (1972): Roman des origines et origines du roman. Paris: Grasset.
-Starobinski, J. (2002). El ojo vivo. Madrid: Cuatro
Ana Grynbaum y la novela familiar
Palabras clave:
Literatura latinoamericana, narrativa rioplatense, Close reading, novela familiar, imaginación literaria
El presente artículo presenta una descripción y un análisis crítico del ciclo de “novelas familiares” publicadas por Ana Grynbaum entre 2016 y 2021. El objeto sobre el cual la lectura se instruye es el campo de la de la “lectura sintomal” [symptomale], de los conflictos narrativos que, en la serie ficcional recortada, dan forma a la formulación de una apuesta literaria singular. El tipo de abordaje planteado es el close reading y el objetivo del artículo es mostrar hasta qué punto el trabajo literario de la “novela familiar” consigue torcer el destino de simple sublimación al que parece atado todo ejercicio de solución o sutura imaginaria.
*** *** ***
Tomado de: Verba Hispanica: anuario del Departamento de la Lengua y Literatura Españolas de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Ljubljana, ISSN 0353-9660, Nº. 32, 2024 (Ejemplar dedicado a: La literatura en español del siglo XXI: producción, distribución y recepción), págs. 107-127. View of Ana Grynbaum and the family novel


