Hasta visitar Nueva York (por primera vez, días atrás) compartía la ingenua noción de que el turista es simplemente un extraño que atraviesa los escenarios que se le ofrecen para el consumo a la manera de un observador neutro o espectro andante. En todo caso, incapaz de generar efectos más allá del aumento en las divisas y sobre todo inepto o desinteresado por establecer algún lazo de pertenencia. Formar parte de la masa turista me colocó en otra perspectiva.
Foto: M. Bonaldi
Quince días en el Midtown de Manhattan, la parte de Nueva York que en alguna medida pude conocer, me enseñó que lejos de ser un extraño el turista forma parte orgánica de uno de los grupos mayoritarios de la población, incluso si la masa que forma se caracteriza por el cambio permanente de individuos. Durante el año 2022 Nueva York recibió más de 56 millones de visitantes entre ciudadanos norteamericanos y extranjeros. No se espera una disminución para el cierre del 2023. De hecho, el corpus de turistas es una entidad que se pretende no solo mantener sino también incrementar.
Nueva York es una especie de Disneylandia para adultos y los turistas forman una parte orgánica, no prescindible, de su funcionamiento. Esta dimensión de Disney York no se sostiene tanto en los cabezudos que se ofrecen a la foto por Times Square bajo la forma de Mickey, Minnie y colegas (que hablan en mexicano por debajo de sus personajes), como por la conversión de la ciudad misma en mercancía a lo largo de la cual pasear.
La disneylandizacion no infantiliza a la población turista. De hecho, buena parte de “nosotros” tenemos inquietudes serias y adultas, como escuchar jazz, comprar libros (que incluso leemos) y mirar arte. Por otra parte, este estado de disponibilidad de la ciudad para ser consumida se sostiene en una supuesta garantía de seguridad encarnada en una presencia policial que le da la apariencia de una ciudad ocupada (cabe señalar de paso que buena parte de los policías también tienen al español como lengua madre). Además, como si los uniformados no fueran suficientes, por doquier se erigen carteles amenazando al eventual delincuente con la pesada mano de la ley. Tanta llamada al orden ha de asentarse sobre un tembladeral, aunque para disfrutar la estadía es mejor no pensar en esta obviedad.
Foto: M. Bonaldi
La clase turista del arte
Dentro de la masa de turistas se distinguen subcategorías. Yo pertenezco a la que visita los museos de arte. Podría alegar en mi defensa que no todas las exhibiciones que visité estaban destinadas al público masivo, pero en este artículo me interesa hablar precisamente de los museos que sí lo estaban: el Met y el MoMA.
En el mapa que el turista recibe para orientarse dentro del Met se afirma: “Alrededor de 5.000 años de arte de cada rincón del mundo”. En internet se informa que el museo recibió durante el año 2022 casi la misma cantidad de visitantes que conforma la población del Uruguay (3.208.832). Ignoro en qué medida los diversos rincones del mundo están o no están allí representados; fui en busca del arte europeo anterior al llamado arte contemporáneo. Y lo encontré.
Encontré el arte que buscaba, pero en demasía, en una cantidad imposible de asimilar. No puede mi memoria establecer una lista de los “maestros” de la pintura a cuya obra me “asomé”. La sensación no es agradable, implica cierto mareo, como cuando uno se ha indigestado y aquello que debía caernos bien nos hace un agujero. Exceso de obras y exceso de espectadores, exceso de dólares, exceso de felicidad industrial.
Pensé que la batalla por un tiempo ante los cuadros que habría de librar contra los otros turistas iba a ser mucho más dura, pero descubrí que la mayoría de las obras pasan desapercibidas para el público general. Y ello sucede no tanto por la necesidad de elegir entre los diferentes sectores dentro de los inmensos edificios como por la tendencia de la mayoría a lanzarse sobre las mismas obras, como si la vista pudiera recolectarlas a la manera de monedas virtuales. La propia guía del sitio web del Met sugiere un recorrido quirúrgico para las personas con agenda acotada.
Celebrities versus artistas, algunas perlas
1 - En la sala de “Objetos surrealistas” del MoMA se exhibía “La noche estrellada” de Van Gogh (a saber por qué bajo el slogan de surrealista), “La persistencia de la memoria” de Dalí y un autorretrato de Frida Kahlo, ante los cuales la concurrencia se agolpaba. Casi nadie reparaba en los varios cuadros de Magritte dispuestos en la misma sala. La escena de “El asesino amenazado”, con sus casi dos metros de largo por uno y medio de alto, concitaba la atención de muy escasos visitantes. Solo una pareja reconoció a “Los amantes” durante el largo rato que pasé frente a la tela. Pudimos con mi hijo analizar cada uno de los detalles que atentan contra el naturalismo en “El retrato”. Pero no me contenté con este privilegio, peleé como todos y contra todos por tener también mis instantes ante “La noche estrellada”, maravillándome con los surcos que el pincel de Van Gogh marcara cual arado.
Foto M. Perl
2 – Antes de visitar el Met pude llegar a creer que, para la masa de turistas interesados en el arte y por los motivos que fueran, Van Gogh está muy por encima de casi todos los otros pintores. Sin embargo, en el sector de pinturas de fines del siglo XIX – principios del XX del Met pude comprobar que la imagen de los zapatitos viejos de Van Gogh quedaba a mi exclusiva disposición durante el tiempo que deseara, aunque a duras penas conseguí rendir tributo a uno de los autorretratos del maestro, situado a pocos pasos. Las hordas tampoco habían reparado en que uno de los cuadros de “florcitas” del célebre pelirrojo era tan parecido a los archi-valorados girasoles que tal vez mereciese alguna atención.
3 – Saqué muy pocas fotos, sobre todo auxilios para la memoria, ocupada como estaba entre la contemplación de las telas y la observación de las conductas. En las antípodas de mi actitud recuerdo a dos hermanos turistas que se robaron buena parte de la atención que habría dedicado a imágenes más valiosas. Un asiático que literalmente corría de un cuadro a otro para tomar de cada uno una fotografía sin perder un instante en mirar por fuera del objetivo de la cámara. Y una occidental ataviada como Audrey Hepburn sacándose una selfi delante de un Gauguin. Ella ocupaba tres cuartas partes del cuadro fotográfico, la pintura servía de fondo.
4 – Sin embargo, la mayor revelación respecto de estas peculiares relaciones entre la moda y el arte se me presentó cuando admiraba entre las ánforas griegas el jarrón donde los sátiros persiguen a las nereidas. No solo pude contemplar la escena cómodamente sentada durante el lapso que se me antojó, sino que al mismo tiempo pude ver pasar de largo a muchos turistas, que atravesaban la sala sin acercarse a las vitrinas, considerando acaso que aquellas botijas encontrarían mejor lugar en alguna cocina. Ninguno parecía sospechar hasta qué punto las escenas, todas diferentes vistas de cerca, encierran claves para pensar, entre muchas otras cosas, buena parte de las reivindicaciones actuales sobre la diversidad sexual.
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Hechos los descargos, ordenada en cierta forma la atiborrada escenografía recorrida, puedo ya empezar a disfrutar los recuerdos. No renunciaré a mi ganancia ;)
Foto: M. Bonaldi