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Sandra Gasparini - Aproximación al encanto de la contracultura. Los objetos perdidos

Texto leído en el conversatorio “Los objetos al límite de su desaparición”, coordinado por Ana Grynbaum y Alba Piotto, 4ta. reunión, 9 de diciembre de 2024, por Google Meet.


Un objeto hallado en la memoria, entre muchos otros, entre los primeros de la infancia, un anclaje en el cúmulo de recuerdos. Uno de esos objetos que nos acompañan invisiblemente y nos interrogan: fetiches, talismanes, baratijas, chafalonías, residuos kitsch. Más que objet trouvé, objet perdu. El "objeto encontrado" o luego los "ready made" de las vanguardias sesentistas eran objetos fabricados o preparados para cumplir originalmente determinada función, que un artista re-creaba  y convertía en obra de arte. Este hecho suponía una ruptura con la idea romántica del artista como genio e iluminado. Del mingitorio de Duchamp de 1917 a la caótica barbacoa para armar que saca de sus casillas a Homero Simpson en el capítulo “Mom and Pop Art”, el objet trouvé tiene algo de epifanía, de descubrimiento y hasta de expiación.

Sin embargo, no voy a hablar hoy de un objeto hallado sino de un objeto perdido. O más bien: hallado en la memoria, perdido en su materialidad, desvanecido en ese kippel que invadía el futuro cercano, temido de la novela de Philip K. Dick ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas (1968)? Esos “objetos inútiles”, como “las cartas de propaganda, las cajas de cerillas después de que se ha gastado la última, el envoltorio del periódico del día anterior” constituyen el kippel y, advierte John Isidore, un personaje importante, que “cuando no hay gente, el kippel se reproduce” y que, desde ya, “todo el universo avanza hacia una fase final de absoluta kippelización”. Es decir, sumido en esa proliferación monstruosa de objetos que habitan el placard de mi habitación, probablemente inhallable en la maraña del kippel, está ese objeto del que voy a hablar: un robot antimufa comprado en Plaza Francia, Recoleta, ciudad de Buenos Aires, aproximadamente en 1972.


Robot antimufa

El departamento es chico pero la profusión de objetos inútiles es morbosa. ¿Por qué un colgante de un robot de acero, con brazos y piernas móviles y ojitos de piedras rosadas brillantes y boca negra, vuelve a mi memoria? Un robot que se balancea, colgado de un cordón oscuro, de mi cuello de niña. Un colgante que llevo a la escuela, sobre el guardapolvo blanco y por las tardes, en los juegos callejeros del barrio, en las veredas anchas, a principios de los setentas, en el conurbano bonaerense. Y me pregunto, también, ¿por qué un robot?: prolegómenos de la cultura tecnocrática y espacial global, al calor del entonces reciente alunizaje y de las figuraciones epocales del futuro: robot acerado, sin símil piel y distópico, como el Gort gigante de El día que paralizaron la Tierra (1951), de Robert Wise. Y además, las series Los Supersónicos y Astroboy, Ovni, Star Trek, Fuga en el siglo XXIII, y la película Star Wars, en el cine, y el largo continuado televisivo de Sábados de Superacción. Tecnología convertida en artesanía y en amuleto contra la “mufa”, la “yeta”, la mala suerte, y en este punto el robot antimufa competía con la mano roja en el gesto de hacer los cuernos que colgaba de los espejos retrovisores de la mayor parte de los automóviles de ese entonces. Y la cadena de consumo marcaba otro rumbo: en tanto artesanía, era vendida en la feria artesanal de una plaza, y hoy me pregunto por qué, dado que no parece un producto muy artesanal.

Gort Y Klaatu
Gort y Klaatu
R2-D2 (Arturito) y C3PO

Como sea, ese día que mis padres me llevaron a la feria se produjo el primer contacto consciente con una contracultura que yo recuerde. Ignoro si lo invento o si realmente ocurrió; mi memoria reproduce una escena en que una pareja de artesanos –les decíamos, invariablemente y mal, hippies- le vende a mi madre el muñequito y una hebilla también de acero con una flor de cerámica roja. Y esta escena queda vinculada para siempre al lado de lo auténtico, lo verdadero, lo natural. Bien sabemos que esta tríada es lo más artificial que pueda concebirse pero en la dicotomía que posteriormente iría construyendo, contracultura y mainstream, contrahegemonía y establishment, ese sería el primer escalón.


Quiero detenerme brevemente en las fotos y en algunos fragmentos de un artículo de la revista Primera Plana del 9 de agosto de 1973 (“Artesanos,ni hippies ni faloperos”, sin autor, disponible en https://www.magicasruinas.com.ar/revdesto012.htm). Argentina salía de la dictadura cívico-militar autodenominada «Revolución Argentina» comandada por general Lanusse (1971-1973) y gobernaba ya, casi un año antes de su muerte, Juan D. Perón. La nota relata una razzia policial en la feria de artesanos de Plaza Francia y, como podemos colegir de algunos segmentos empáticos escritos por el cronista, denota la tibia aceptación de una contracultura, diferenciada rápidamente del movimiento hippie, en ese momento minoritario entre las juventudes porteñas, asociado mayormente a los consumos culturales más que a un movimiento social:

Contrariamente a lo que se ha dicho en algunas oportunidades, apresurada-         

mente por cierto, los artesanos no militan activamente en política, aunque 

casi todos anhelan un proceso revolucionario que cambie al país desde sus

bases. Tampoco son vagos ni viciosos, al menos como característica predomi-

nante en el conjunto. Se los suele confundir con los hippies, por sus  aparien-  

cias desaliñadas. Pero a diferencia de los hippies se bañan a menudo y no

rechazan, al menos de manera práctica, a la sociedad de consumo de la que

se sirven y con la que conviven armoniosamente, aunque criticándola 

(cursivas mías)

 

 La descripción y caracterización de los artesanos, que hoy recuerda un sketch de Peter Capusotto y sus videos, es funcional al impacto que provocó en mí en ese momento la pareja de vendedores que me llamó la atención y con la que, niña y muy tímida, me animé a conversar. Bajo la mirada atenta de mi madre no tengo certeza sobre qué versó la charla pero sí resuena en mi memoria una melodía luminosa salida de una flauta traversa que la chica sacó, creería que de alguna alforja mágica, y se puso a tocar. También recuerdo que el encantamiento fue inmediato porque no quería irme y mi madre negoció para lograrlo comprarme ese muñequito antimufa que ya había visto colgado del cuello de alguna compañera de la escuela y, tal vez en ese mismo puesto, la hebilla de la flor. Este retoño edulcorado de la memoria se enfoca nítidamente cada vez que algún objeto afín –un robot, un colgante infantil- se me presenta a la vista y me convence de que ese fue el umbral de un camino de vida en el que lo contracultural, lo artesanal, lo creativo (tres años después comenzaría a tomar lecciones de guitarra y dedicaría buen tiempo de los próximos treinta años a componer y tocar música), las culturas juvenilistas pero también los imaginarios futuristas y mayormente distópicos marcarían un ethos. Hablo de la seducción de la contracultura generada por un pequeño objeto rodeado de emociones positivas. Estúpida y sensual contracultura, diría, otra vez, Homero Simpson. Un encanto que es un haunting, también, es decir, una espectralización del pasado: una agencia virtual de aquello que actúa en el presente sin existir físicamente, desde el pasado, como el fantasma. Hauntologie/ontologie, el juego de palabras que proponía Derrida en Espectros de Marx, un merodeo, un ensayo, una aproximación. Una ontología del kippel de mi placard puede entenderse como una taxonomía imposible, en tanto kippel. Cada vez que cierro las puertas corredizas la magnitud se acrecienta y ese kippel se vuelve incontable. Por eso prefiero individualizar el robot antimufa en mi memoria, como un triple ariete contra mi desesperanza, mi desánimo y mi momentáneo refugio de la tormenta.


De hecho, la segunda ley física de la termodinámica, la llamada “Ley de la Entropía”, puede formularse rápidamente así: la cantidad de entropía –esto es el desorden inherente a un sistema- en el universo tiende a incrementarse en el tiempo. Esto significa que el grado de desorden de los sistemas también aumenta hasta alcanzar un punto de equilibrio, que es el estado de mayor desorden del sistema. Un patrón de comportamiento de los sistemas es su tendencia a extinguirse, a dejar de funcionar, a dirigirse hacia un deterioro inexorable: ese kippel, volviendo al concepto de Isidore, que solo podemos combatir ingenua y momentáneamente ordenando, suprimiendo, refaccionando. Cito nuevamente a Dick: “Nadie puede vencer al kippel —continuó [Isidore]—, salvo, quizás, en forma temporaria y en un punto determinado, como mi apartamento, donde he logrado una especie de equilibrio entre kippel y no-kippel, al menos por ahora. Pero algún día me iré, o moriré, y entonces el kippel volverá a dominarlo todo”. Por eso no lucho contra él en su versión material sino en la inmaterial de la memoria, aunque ahora mismo estoy contribuyendo a la proliferación de objetos digitales con este archivo.


Para terminar, dos preguntas: ¿de qué mufa pretendían preservarnos, en la década del 70, los robots antimufa, colgados del cuello de niños y niñas, como décadas antes las bolsitas de alcanfor en un ingenuo conjuro contra la poliomielitis, antes de la Salk y la Sabin oral? ¿Serían amuletos contra la violencia extrema que se avecinaba, contra todas las cosas que pronto iríamos a perder? Solo tengo una certeza: el pedido perentorio de alguna de las monjas de la escuela primaria, donde llevaba mi muñequito colgado sobre el guardapolvo, de que no lo portara más porque representaba una superstición y la Iglesia católica no la aprobaba, fue la causa decisiva de mi imperecedero embeleso por la contracultura.


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Pueden ver y escuchar a Sandra leyendo su exposición en el conversatorio siguiendo este enlace: https://youtu.be/haIQs0-ydlY?si=Z8UWu93CyU0WOzr0


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