Anoche fui a ver la obra “Sala de profesores” en el Teatro Alianza. Me había bastado con saber que la acción se desarrolla en la sala de profesores de un liceo para tomar la decisión de arriesgarme a ver teatro, esa experiencia extrema. Supuse que, tras haber trabajado durante veinte años en la Enseñanza Secundaria, como docente y como psicóloga, la obra habría de producir en mí efectos especiales, acaso más extremos todavía, pero transcurrida más de una década tras mi alejamiento de la institución educativa, me animé a la aventura.
Apenas llegar a la sala de teatro quedó claro que no era yo la única docente convocada (nunca se deja de ser docente como nunca se deja de ser madre, cura o psicoanalista, o como nunca se pierde la ciudadanía uruguaya). La sala estaba llena de entusiastas profesores, muchos de ellos tan jóvenes que seguramente en formación. No querría delatar mi edad quejándome de la falta de cultura, al menos en tanto espectadores de teatro, de buena parte de ellos.
Acaso para reforzar el aspecto indeleble de la profesión, a poco de comenzada la obra, tuve que optar entre retirarme o darme vuelta para reprimir los comentarios, permanentes y a viva voz, de los espectadores de la fila trasera. Opté por lo segundo. La autoridad docente, que al parecer conservo, logró que la conversa disminuyera en volumen. No me dio para intervenir en los sectores más alejados a fin de continuar enseñando la manera correcta de estar en un teatro, tengo mis límites.
Es posible que ese ruido, insoportable para una espectadora acostumbrada al sepulcral silencio en la contemplación del arte, sea sensatamente leído por la producción de la obra como señal de la forma visceral en que esta encuentra su público. Convengamos que dicho comportamiento bien puede recordar a ciertos sectores del glorioso teatro isabelino. En fin, sobreviví al parloteo y pude escuchar casi todo.
En cuanto a la obra, contaré como virtud (aun si dudosa desde un punto de vista purista del arte) el evidente conocimiento que las dramaturgas y autoras (Lucía García y Carla Larrobla) tienen de la vida docente y la realidad liceal.
Los personajes son absolutamente verídicos, en todo momento parecen profesores de liceo. Cada uno asume un estilo diferente y reconocible: la joven que no puede poner distancia con los chicos, la pirada, el híper-politizado, la egocéntrica, el loco-bobo, la indiferente, la sobre-medicada que en instantes pasa de la absoluta identificación con los otros a la paranoia.
Las situaciones, que bordean la discusión sobre políticas educativas y cuestiones gremiales, refieren a realidades cotidianas nítidamente reconocibles. La relación entre los docentes y los estudiantes, así como la relación entre los diferentes docentes, es mostrada en muchas de sus aristas con realismo y eficaz humor. Meterse con el aquí y ahora me parece de por sí un mérito, reflejar la actualidad implica un riesgo que la mayoría elige no correr.
Es muy buena la idea de situar el huis clos en la sala de profesores, ese lugar en el que, especialmente durante la etapa en que pagan “derecho de piso”, los docentes pasan largos momentos de su vida. Para la cantidad de personas que se dedican a la docencia en nuestro país, es muy poca la literatura contemporánea que los refleja, incluyendo al teatro.
La educación es un tema candente siempre, así como grande la facilidad con que se puede pisar callos al abordarlo. En tal sentido esta comedia con ribetes dramáticos camina por una línea del medio cuestionable, toca muchos aspectos y sugiere profundidades a las que apenas se asoma. Es entendible, ha de ser el precio para estar en cartel en nuestra amable aldea tontovideana.
En consonancia con este ir hasta donde se puede sin levantar olas, la resolución dramática no me convence. Entre otras cosas el hecho de que una alumna haya “desertado” del sistema educativo para trabajar como cajera en un supermercado no repercute con mucha fuerza en los oídos de quien, ha encontrado, por ejemplo, un exalumno trabajando de cuida-coches y otro en la televisión acribillado por la policía durante un asalto.
Mi intención no es criticar negativamente, prefiero quedarme con lo bueno que sin duda la obra tiene. Entre sus virtudes en tanto comedia está la de resultar disfrutable, especialmente para quienes, más allá de la etapa estudiantil, son, serán o hemos sido carne de liceo.
Una ventanita personal
Temí que un aluvión de recuerdos culposos me sepultara al volver a recorrer, espectáculo mediante, el campo minado de la educación. Sin embargo no fue así. Tras el final, reparatorio, de la obra se me impuso el recuerdo de un alumno en particular. Acaso aquel que en su momento menos pude imaginar que recordaría.
“Estudiante” solo en la denominación, decidido a “perder el año”, no hacía literalmente nada; era de los que van a “calentar el banco”. No tenía mala conducta, lo suyo era la resistencia pasiva; ignoro u olvidé motivos y circunstancia de su actitud. Lo cierto es que todo esfuerzo pedagógico con él resultó inútil.
Un día, hacia el final del curso, dialogando en medio de una evaluación grupal, este alumno me dijo que valoraba mucho que yo, a pesar de su total renuencia, nunca había dejado de incluirlo en la clase. Me llamó poderosamente la atención, creí que me padecía como a una vieja pesada.
Por el inesperado reconocimiento, lo que para mí era un rotundo fracaso, en mi historial íntimo se reescribió seguido de puntos suspensivos. “Sala de profesores” resalta esos puntos suspensivos.
Coda
Sobre mi experiencia en los liceos tuve una columna semanal en el diario El observador ("La psicóloga del liceo", 2009 y 2010), pero al menos hasta el momento, escribí un solo texto literario: “La casa sin sol” (relato incluido en “Un escritor acabado”, 2013). Intentaré revisitarlo.