Para Kawabata el diálogo de la vejez es, sobre todo, un diálogo con la memoria. En El sonido de la montaña (1954), el inextinguible recuerdo de un amor juvenil frustrado por la muerte irradia sobre el presente erotizando la relación de Shingo con su nuera, pero ante la terminante interdicción retrocede, convirtiéndose en erotización de la idea de la eterna juventud. En La casa de las bellas durmientes (1961) Eguchi se vale de los cuerpos vírgenes de las jóvenes durmientes como vehículo para recuperar sus recuerdos más profundos y, sobre todo, para finalmente comprenderlos. En Lo bello y lo triste (1961) el diálogo entre el pasado y la memoria toma la forma de un drama pasional que se resuelve trágicamente. Tal parece como si Kawabata hubiera querido demostrar la verdad del aserto según el cual los hijos pagan por los pecados de sus padres.
Oki tiene 30 años cuando seduce a Otoko, una quinceañera a la que abandona, con un embarazo en curso que finalmente perderá. Ahora, veinticuatro años después Oki cede a la tentación de volver a verla. Ninguno de los dos ha podido olvidar aquel amor arruinado, pero nada relevante sucederá en el reencuentro, nada excepto que Keiko, la discípula y amante de Otoko, decide vengarla de la crueldad padecida. El plan de Keiko es seducir a Oki para luego burlarse de él, pero pronto descubre que Oki es un hueso duro de roer, poco propenso a la adhesión afectiva sin la cual el plan no funciona. Keiko encuentra entonces en Taichiro, el hijo de Oki, la víctima propiciatoria para su venganza. Lo seduce, arranca de él la promesa de matrimonio y, cuando Oki y su mujer reaccionan ante la posibilidad de que su hijo se case con la amante de Otoko, Keiko urde un accidente en el que el muchacho perece. Regresar al pasado, aún con las mejores intenciones, o por lo menos sin malas intenciones, puede convertirse en un proyecto dañino que sólo habrá de servir para saldar, inexorablemente, las cuentas pendientes.
Suficiente materia prima como para cocinar un auténtico sancocho romántico de la peor especie.
Pero la exquisita sensibilidad literaria de Kawabata provee al texto de los equilibrios internos necesarios para lograr la distancia desde la cual las peripecias de los protagonistas no por estereotipadas dejan de ser intensamente humanas. El tañido de las campanas de los templos budistas señalando el comienzo del año nuevo son aquí las que sacan a los recuerdos de Oki de su letargo, tal como en El sonido de la montaña lo hacía la dulzura de la joven nuera, o como en La casa de las bellas durmientes lo hacían la piel y los olores de las jóvenes durmientes.
La delicada descripción de la manera en que la escritura de Oki o la pintura de Otoko convierten en arte los recuerdos o las impresiones inmediatas. Las transformaciones que las estaciones introducen en la cuidada Naturaleza de los parques de Kyoto. El enigma del pezón izquierdo de Keiko. La manera en que Otoko ha sabido guardar sin rencor el recuerdo de su cruel seductor.
Una pléyade de detalles, observaciones y sensaciones de exquisita belleza y agudeza constituyen una especie de red mágica que diluye y distancia, que estetiza, diríamos, la amargura de la historia. Estas peripecias humanas están aquí para que las apreciemos en su triste y frágil realidad y para que comprendamos en qué medida la tristeza contiene, bien observada, alguna medida de belleza.