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Ana Grynbaum – Las tentaciones de San Antonio

Clase preparada para el curso sobre Erotopías dictado en el Malba en 2017.


La de las tentaciones que el Diablo ofrece a San Antonio el eremita durante su estadía en el desierto, es una erotopía transgresora y culterana. En su núcleo se encuentra el goce de entregarse a la tentación, de realizar el deseo en sus aspectos prohibidos. El tema no se enuncia como San Antonio y sus tentaciones sino que el sujeto es “las tentaciones”, ellas son las protagonistas.

El universo en que esta erotopía funciona es el de la cultura. En primer lugar, la tradición cristiana y la iconografía occidental que, transmitiendo sus imágenes y fábulas, contribuyó a la institucionalización del cristianismo. San Antonio es el primer monje eremita cristiano que se retiró en el desierto.


En la tentación al pecado intervienen imágenes cuyo poder desvía al hombre del sendero que tenía marcado por la sociedad para impulsarlo en las direcciones que le muestra su deseo. Las imágenes son en sí mismas demonios, deidades pervertidoras.


Por su cualidad de fenómeno eminentemente visual el tema de las tentaciones de San Antonio ha sido a menudo retomado por la imaginería católica que pone en marcha la Contrarreforma. Sin embargo, cabe recordar, que el tópico de la tentación por parte del Diablo es tan antiguo como el Génesis: la primera tentación la padece Eva, y le cuesta nada menos que la expulsión del paraíso.


Para las tentaciones del eremita en el desierto el texto básico es la vida de San Antonio, escrita por San Atanasio, a mediados del siglo cuarto de nuestra era. Este libro se encuentra en los fundamentos del propio género hagiográfico y, provee de un relato ejemplarizante acerca de cómo el santo puede resistir al Diablo con la sola ayuda del Espíritu. La estadía de Jesucristo en el desierto constituye su modelo.


Además del libro de San Atanasio la leyenda de San Antonio tuvo una importante circulación a través de los compendios medievales: “Vidas de los Santos Padres” y la “Leyenda dorada”, que fueron traducidos a las lenguas vernáculas.


De acuerdo con estas obras, entre el siglo tercero y el cuarto de nuestra era San Antonio Abad transcurrió la mayor parte de su longeva existencia, ciento cinco años, en el desierto egipcio. Allí, para poner a prueba su extraordinaria piedad, Satán hizo blanco en él, pero la fuerza de su fe le permitió a Antonio sobreponerse a todas las tentaciones en las que intentó hacerlo caer. Sin embargo, lo que el arte va a retomar -en especial- son las tentaciones del diablo, para exhibirlas con todo lujo de detalles, y para regocijo de los espectadores.



“Las tentaciones de San Antonio” por El Bosco


El tema de las tentaciones de San Antonio ocupa varios lugares importantes en la obra del Bosco, pero el cuadro que ofició como disparador y modelo para la profusión de imágenes sobre este tema en la Edad Moderna, y hasta la fecha, es el tríptico, fechado aproximadamente en 1501. Sus exorbitantes y bizarras escenas demoníacas, habrían de marcar decisivamente los derroteros de la representación visual en Occidente.



Las tres partes de Las tentaciones de San Antonio del Bosco presentan con deliciosa minuciosidad las vicisitudes del espíritu del eremita acosado por Satanás y sus demonios que intentan perderlo en el pecado, muy especialmente en el de la carne, que es –como sabemos- el primero de los Siete Pecados Capitales.


Si bien el tríptico del Bosco retoma alguna de las anécdotas de la leyenda de San Antonio se aleja de cualquier narrativa para desplegar las alas de ese mundo de la fantasía exuberante compuesto por seres metamórficos, extraños, brillantes y multicolores, habitantes de un reino por completo diferente al de la realidad cotidiana. Que se los presente como criaturas diabólicas, en la perspectiva de la historia del arte, no es más que un detalle anecdótico. La sobria figura del santo, a pesar de aparecer cuatro veces en los tres paneles, en medio del desfile explosivo de los pecados y los demonios, se pierde casi por completo.


La particularidad de Antonio en la representación del Bosco, y en la multiplicidad de representaciones a que dio lugar, es que se trata de un santo al que persiguen los demonios en tanto encarnación de los deseos. El tema de las tentaciones es el de la relación entre el hombre y el deseo, que lo atenaza. La cuestión monacal –ascética, meditativa y contemplativa- no tiene ningún peso, porque tampoco tiene colorido, ni sugiere formas mutantes.


Si en el dogma cristiano, como lo señalara por ejemplo San Agustín, Dios permite a Satanás enviar tribulaciones a los seres humanos para que la resistencia incremente su “gracia”, en la realidad del deseo, el aumento de las dificultades lo que produce es una concomitante exacerbación y aumento de la fogosidad, y que el placer, cuando finalmente se obtiene, alcance una intensidad comparable al tamaño de los obstáculos que hubieron de ser derribados.



Una multiplicidad de versiones


Hay una enormidad de versiones del tema de las tentaciones de San Antonio. De los siglos XVI y XVII datan los cuadros de Matthias Grünewald, Joos van Craesbeck y Jan Mandyn, las tres versiones fuertemente influidas por El Bosco. Entre la miríada de cuadros sobre las tentaciones de San Antonio los más interesantes no están protagonizados por la virtud del santo, sino por los avatares exultantes del vicio diabólico. Si la representación pictórica se centrara en la renuncia, en la cualidad ascética de Antonio, no habría profusión de imágenes. Sin imagen estaríamos ante la tela en blanco. Se trataría del desierto como desierto, a secas, sin metáfora y sin erotopía.


Existen también versiones diferentes de la del Bosco, como por ejemplo Las tentaciones de San Antonio de Veronese, las de Brueghel el viejo e incluso a Miguel Ángel se le ha atribuido una obra de juventud sobre el tema, basada en el grabado de Martin Schongauer (de la segunda mitad del siglo XV).


Acercándonos en el tiempo tenemos Las tentaciones de San Antonio de Paul Cezanne y las de Felicien Rops (en la segunda mitad del siglo XIX).


La tentacion de San Antonio por Felicien Rops


A mediados del siglo XX retomaron el tema Paul Delvaux, Max Ernst, Salvador Dalí, Leonora Carrington y Diego Rivera –cuyo cuadro analizaré en detalle-.


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¿Por qué son tan distintas las versiones de un mismo tema? Más allá de las diferencias estilísticas, técnicas y estéticas, en la Época Moderna cada cuadro sobre las tentaciones de San Antonio expresa el deseo de su realizador. La historia consiste en un esquema muy simple, a ser desarrollado según la subjetividad propia de cada artista, que se puede sintetizar como: el eremita en el desierto es tentado por el diablo. La pregunta interesante es ¿de qué manera?

Pero además, el de las tentaciones de Antonio es un tema especialmente recurrente en las artes visuales justamente porque trata acerca de la imagen.


Los demonios encarnan a los pecados que adoramos, los placeres que no nos querríamos ahorrar. Imágenes más poderosas que todas las palabras disponibles para comentarlas o exorcizarlas. La tentación es un fenómeno eminentemente sensorial, y muy especialmente visual. Deseo lo que se ofrece a mis ojos, en la realidad o en la fantasía. Y la fantasía me brinda todo lo que me escamotea la realidad.



La tentación de San Antonio de Gustave Flaubert


A diferencia de lo que sucede en las artes visuales, en el campo de la literatura, La tentación de San Antonio de Gustave Flaubert, es una de las pocas obras importante, fuera del terreno religioso. Pero, aunque construidas con palabras, las imágenes ocupan un lugar central en el libro.

La tentación de San Antonio de Flaubert exhibe, amplia y detalladamente, la entrega del eremita a cada una de las maravillosas escenas que Satanás monta para él, entre las que –como es natural- abunda el pecado de la carne.


Como Georges Bataille demostró, el deseo surge cual contracara de la Ley, depende íntimamente de ella. En la nomenclatura cristiana, entregarse a la tentación es un acto que transgrede la ley. Esta transgresión, especialmente respecto del pecado de la carne, comporta un goce particular al que sólo se llega atravesando lo prohibido. No es a pesar de la Ley, sino en su contra, que el deseo se realiza. Y la intensidad del goce se relaciona con la severidad del castigo, real o potencial, que el desafío implica.


En el caso del Antonio de Flaubert, su concupiscencia se alimenta de cultura, excesivamente, por encima de los pecados que involucran a los sentidos.


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Al comienzo de la novela el eremita se encuentra en medio del desierto egipcio. En el centro de su choza, entre los escasísimos objetos que posee, se erige un atril con un grueso libro.


Antonio es un personaje carente de psicología, tan vacío como su morada y el desierto que habita. Pero su centro vacío funciona como un agujero negro capaz de atraer a todas las figuras del deseo que la cultura ha diseñado a lo largo de la historia y a lo ancho del mundo.


Debilitado por el hambre, y el apetito, Antonio baja la guardia y de la nada surgen voces tentadoras: “El viento que pasa en los intervalos de las rocas hace modulaciones; y en sus sonoridades confusas, distingue Voces como si el aire hablase. Son bajas e insinuadoras, silbantes.” Logos y Eros se alían para darle al eremita el alimento que ansía.


Ante los ojos de Antonio “los objetos se transforman. Al borde del acantilado, la vieja palmera, con su ramaje de hojas amarillas, se convierte en el torso de una mujer inclinada sobre el abismo, y cuyos largos cabellos se balancean.”


Flaubert, que ha viajado al Oriente, hace que Antonio alucine con un harén que se le aproxima. Así relata el encuentro con las mujeres: “Por allí es por donde llegan, balanceándose en sus literas en los brazos negros de los eunucos. Se bajan, y juntando sus manos cargadas de anillos, se arrodillan. Me cuentan sus inquietudes. La necesidad de una voluptuosidad sobrehumana les tortura; quisieran morir, han visto en sueños a dioses que las llamaban; y el bajo de su túnica cae sobre mis pies. Yo las rechazo. ‘¡Oh!, no, dicen ellas, todavía no. (…) Todas las penitencias les serían buenas. Ellas piden las más rudas, compartir la mía, vivir conmigo.”


El desierto es un paisaje del alma, el espejo oscuro donde habrá de proyectarse el esplendor del mundo, escenario ideal para un desfile como el que Dalí pintó en su versión de La tentación de San Antonio. Pero el desierto es también el telón de fondo ad hoc, la pantalla perfecta para la proyección de lo que cada quien lleva consigo en las profundidades inconfesables de su ser.

En Flaubert, todo el funambulesco carnaval que se le impone al eremita proviene de un libro –que se llame Biblia es un detalle-. Antonio “Se encamina hacia su cabaña, y el escabel, que sostenía el grueso libro, con sus páginas cargadas de letras negras, le parece un arbusto todo cubierto de golondrinas.” Apaga la luz, para evitar los fantasmas, inútilmente: en lo profundo de la oscuridad “de pronto pasan en medio del aire, primero un charco de agua, luego una prostituta, la esquina de un templo, un rostro de soldado, un carro con dos caballos blancos que se encabritan. (…) Estas imágenes llegan bruscamente, por sacudidas (…) Su movimiento se acelera. Desfilan de modo vertiginoso. (…) Antonio cierra los ojos. / Las imágenes se multiplican, le rodean, le asedian. (…) Es como si la ligadura general de su ser se deshiciera; y, no resistiendo más, (…) cae sobre la estera.” Valga el anacronismo: Antonio pierde el control yoico para adentrarse en la otra dimensión de sí mismo, la del deseo. La erotopía se instala.


El Diablo introduce a la Reina de Saba, que le ofrece a Antonio todas las mujeres en ella misma: “Todas las que tú has encontrado, desde la mujer de la calle cantando bajo su farol hasta la patricia que deshoja rosas desde lo alto de su litera, todas las formas presentidas, todas las imaginaciones de tu deseo, ¡pídelas! Yo no soy una mujer, soy un mundo. ¡Mis vestidos no tienen más que caer, y descubrirás en mi persona una sucesión de misterios!”.


En cuanto al erotismo de Antonio, su ex-discípulo Hilarión, en quien el Diablo encarna, asevera: “Hipócrita es quien se refugia en la soledad para entregarse mejor al desenfreno de sus ansias. Te privas de carnes, de vino, de baños turcos, de esclavos y de honores, pero ¡cómo dejas a tu imaginación que te ofrezca banquetes, perfumes, mujeres desnudas y multitudes que te aplaudan! Tu castidad no es más que una corrupción más sutil”.


La paradoja básica del desierto es que consiste en el lugar del no lugar. En este sentido se aproxima al escenario, ubicuo, de la fantasía.


En el vacío del desierto el deseo produce a nivel imaginario y, puesto que cualquier otra persona está materialmente ausente, quien actúa no puede ser sino el demonio del vicio solitario.

La sexualidad del solitario en el desierto es, por definición, autoerótica, y, en el extremo, alucinatoria, como un oasis producido mediante un espejismo. Pero además, en el lugar inhóspito, el camino del deseo, es un sendero plagado de zarzas; zarzas que condimentan el momento en que, por fin, el deseo se plasma. Si hablamos de erotopía es porque hay quienes necesitan precisamente ese lugar, con esas condiciones, para que su deseo pueda realizarse.


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El delirio de Antonio constituye un aparato cultural. Su regodeo en los productos de la cultura resulta excesivo. Sin pudor y sin medida, el hombre ávido de conocimiento se abalanza sobre la masa gigantesca de información que el Diablo, más por viejo que por diablo, tiene para ofrecerle.


El relato se convierte en un viaje por los dominios del Maligno, es decir: el mundo entero. Montado en una suerte de máquina del tiempo el viajero parte de la cosmovisión cristiana para recorrer otras creencias más antiguas, hasta llegar a los orígenes de la más simple de las ideas. El itinerario es como una lectura a lo largo de las páginas de una gran enciclopedia. En la narración sobreabundan las referencias y las citas de personajes, lugares, libros y obras históricas, literarias, artísticas, filosóficas, teológicas, etc. El camino al infierno está empedrado de indicaciones culteranas.


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La experiencia básica de Antonio, como sujeto de conocimiento, es la devoración. A lo bestia engulle la historia, el arte, el mito, la leyenda. Pero en el propio acto de consumir, el hombre es devorado por la cultura que traga.


Por otra parte, si bien Flaubert no hace una abierta defensa del goce en la entrega a la tentación, ella se desprende de la ambigüedad del relato, en el que abundan las proposiciones heréticas, como: “¡Es el diablo quien ha hecho el mundo!” o “El mundo es la obra de un Dios delirante”.

Efectivamente, la forma del relato es la de un gran delirio, construido a partir de las más diversas alucinaciones, visuales y auditivas, cuya línea argumental queda opacada por el brillo de las imágenes que vehiculiza.


También el lector debe entregarse al fuego de artificio para seguir a Antonio, que habrá de volar montado en el cuerpo del Diablo –en una clara referencia al Fausto de Goethe, una de las principales fuentes inspiradoras de Flaubert-. Paradójicamente, el Príncipe de las Tinieblas es quien ilumina el camino del conocimiento.


El deseo de saber no sólo recorre la obra entera sino que también está tematizado. Entre los herejes se menciona a Dionisio de Alejandría, quien “recibió del cielo la orden de leer todos los libros”. Por su parte, dice Hilarión: “fuera del dogma, se nos permite toda libertad para investigar. ¿Deseas conocer la jerarquía de los ángeles, la virtud de los números, la razón de los géneros y de las metamorfosis?” Y Antonio responde: “¡Sí! ¡Sí! Mi pensamiento se debate por salir de la prisión.”


Conocer es una operación deseante. Como bien saben los que trabajan en el terreno de las dificultades de aprendizaje, el deseo es condición sine qua non para la posibilidad de aprender.

En el devenir del Antonio de Flaubert el saber se convierte en locura, acumulación gozosa, que supera cualquier supuesta utilidad para entregarse a la mera producción de placer. El delirio de la razón no construye solamente monstruos, sino todo tipo de seres y situaciones deliciosas y escalofriantes. El goce intelectual está altamente erotizado.


En lo que hoy llamaríamos un viaje epistemológico recorre Antonio la historia de las creencias, que, además de los herejes cristianos, incluye a personajes de otras culturas, como Buda, para luego pasar revista a los principales dioses del Olimpo, deteniéndose, más tarde, en varios legendarios híbridos entre animal y humano, como el grifo, la esfinge, la quimera y el unicornio, para desembocar en el mundo de los animales marinos y, a continuación, en el de las plantas; e incluso atraviesa la capa subterránea, donde se alojan las mandrágoras, hasta llegar a la piedra.


Al final de esta suerte de proceso de descomplejización de la materia –o análisis-, Antonio profiere: “¡Oh, qué felicidad!, ¡qué felicidad!, he visto nacer la vida, he visto comenzar el movimiento. La sangre de mis venas late con tanta fuerza que va a romperlas. Tengo ganas de volar, de nadar, de ladrar, de mugir, de aullar. Quisiera tener alas, un caparazón, una corteza, echar humo, llevar una trompa, retorcer mi cuerpo, repartirme por todas partes, estar en todo, propagarme con mis olores, desarrollarme como las plantas, vibrar con el sonido, brillar como la luz, acurrucarme bajo todas las formas, penetrar cada átomo, descender hasta el fondo de la materia -¡ser la materia!”.


El deseo de Antonio se ha cumplido, el viaje del conocimiento le ha permitido trascender los límites de la condición humana, no mediante el acceso a un plano superior de las cosas, sino descendiendo al corazón de la materia, hasta contactar con los elementos que constituyen su basamento natural; basamento que resiste, indiferente, a los edificios de la cultura que sobre él se han erigido. Este ir hasta la raíz no humana del hombre se encuentra tanto en el libro de Flaubert como en el cuadro de Diego Rivera, que analizaré más adelante.


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La erotopía del ermitaño en el desierto, sucede allí donde el individuo se aparta de la sociedad, donde el asceta se encuentra despojado hasta la desnudez. Es la erotopía en la que el deseo se expresa con mayor lujo de detalles.


El deseo es tan indisociable de la cultura como del propio sujeto –humano por definición- al que acicatea. Las formas de su deseo persiguen a Antonio hasta los confines de la civilización. No existe liberación posible del hombre respecto del deseo. Cuanto más pretende alejarse de lo prohibido, con más elocuencia ello lo invita al goce de la entrega. Por más que se lo proponga, Antonio nunca está solo. Las imágenes de sus apetitos lo someten, pero también lo acompañan.


Para el miembro de una sociedad, en la que el deseo está diagramado y encorsetado en el nombre del bien común, es el despoblado, allí donde el largo brazo de la policía no alcanza, el lugar privilegiado para que el deseo cobre forma virulenta.


Que, bajo la égida del Cristianismo, el accionar deseante se presente como la obra del Diablo constituye un mero recurso, teatral, que permite la puesta en escena. Alguien tiene que habilitar la entrada de Eros, si el único disponible es el Diablo, que sea el Diablo.


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En cuanto a Flaubert podemos afirmar que su deseo como escritor se plasmó de forma privilegiada en La tentación de San Antonio. El libro fue escrito y reescrito a lo largo de más de veinticinco años. Recién la tercera versión fue finalmente publicada, en 1872, resultando así su última novela.



Las tentaciones de San Antonio, de Diego Rivera*


No hay forma de averiguar si Rivera leyó La tentación de San Antonio de Flaubert. De todos modos, en los hechos, es como si Rivera hubiera pintado el momento en que el Antonio de Flaubert atraviesa las entrañas de la tierra. Más concretamente, cuando se detiene en las mandrágoras. Por esa conexión fue que elegimos analizar este cuadro, entre los muchísimos que abordan el tema.



Las tentaciones de San Antonio, de Rivera, consiste en un grupo de rábanos antropomórficos que, en el subsuelo, forman algo que se puede ver como una escena de sexo grupal.

Antonio parece ser la figura del ángulo inferior izquierdo, ubicado en el mismo lugar que el de Dalí.


Antonio se tapa la cara, ¿para no ver, para no ser observado, o para mirar la escena que los otros montan sin que el espectador perciba en su rostro los efectos que ésta le produce?

Este Antonio recostado parece, a la manera del soñante, estar al mismo tiempo dentro y fuera del cuadro que forma junto con los otros tres personajes. Por un lado es uno de los personajes, por el otro encarna la mirada sobre el conjunto. E incluso, en tanto soñante, podría identificarse con cada uno de los otros.


Por otra parte, este Antonio se parece físicamente a Diego Rivera, y también tiene un parecido importante con varios de los ídolos prehispánicos que Rivera coleccionaba.


En cuanto al personaje de la mujer, esta parece humillada, resignada a ser sometida, o a entregarse a un goce vergonzoso.


La figura central es la del Diablo, montado en un gran falo, tan agenciado con su cuerpo que parece formar parte de él. En su máxima erección, el glande está en llamas. No parece dirigirse a la mujer sino a la figura de Antonio. Tal vez éste se está tapando la cara para no enfrentarlo.

La figura del ángulo superior derecho representa al reino animal, se asemeja a un lagarto. Viene con las fauces abiertas. Simboliza el apetito, el deseo en su nivel más primitivo, como voluntad de incorporación. La voracidad sexual excede el plano de lo civilizado, de lo que el hombre puede manejar según fines superiores.


Al ser rábanos, todos ellos son tanto comestibles como perecederos. Y, por sobre todas las cosas, inocentes respecto de la pasión que los domina.



La noche de los rábanos de Oaxaca


Existe un antecedente directo de Las tentaciones de San Antonio en la obra de Rivera: La noche de los rábanos. Su título remite a la festividad popular de La noche de los rábanos, que tiene lugar en Oaxaca, México, cada 23 de diciembre y en la que se concursa realizando esculturas en rábanos. El cultivo de distinto tipo de rábano da origen a especímenes muy diversos, que sirven para realizaciones escultóricas muy diferentes. Esta última figura se parece mucho a los personajes de estos cuadros de Rivera.



El Diablo, que protagoniza en exclusividad La noche de los rábanos, reaparece, casi idéntico, en Las tentaciones de San Antonio. Esto nos da pie para afirmar que el personaje principal del segundo cuadro es el Diablo.


La noche de los rábanos fue realizada en 1946, un año antes que Las tentaciones de San Antonio, y sus medidas son más reducidas. El tema de la tentación por parte del Diablo le importaba a Rivera lo suficiente como para retomarlo, complejizándolo, agregándole personajes y detalles, en una escena más amplia.


En cuanto a su estética, estas dos obras se emparentan con otros cuadros de Rivera protagonizados por elementos de la naturaleza antropomorfizados, o criaturas que parecen detenidas en un instante de su metamorfosis, cuando pasan de un género a otro.


Es posible encontrar en distintos lugares de la producción de Rivera a estos seres ambiguos, linderos entre lo vegetal, lo animal y la materia bruta, pero con un alma semejante a la humana. En ellos la influencia del animismo de las culturas prehispánicas es clara. Y del profundo interés de Rivera en dichas culturas nos brinda pleno testimonio su colección de ídolos, especialmente los que habitan el Museo Anahuacalli de la ciudad de México, entre los cuales abundan los seres metamórficos o hibridados.


Por otra parte, los entes híbridos del Bosco se pueden contar como antepasados de los de Rivera. –Además de los detalles del tríptico de Las tentaciones de San Antonio, vale la pena tomar en cuenta estos dos dibujos del Bosco: El campo tiene ojos, el bosque tiene oídos y Hombre árbol -. Además, Rivera debió haber conocido las versiones de Las tentaciones de San Antonio pintadas por Dalí y por Ernst, uno y dos años antes que las suyas. Los tres pintores tuvieron su vinculación con el surrealismo.


De hecho, en la primera exposición de surrealismo en México, en 1940 –para cuyo anuncio ilustró el texto de Breton Los vasos comunicantes-, Rivera exhibió un cuadro temáticamente emparentado con su versión de Las tentaciones de San Antonio: Mandrágora.



La mandrágora, Maquiavelo, Diego Rivera


La mandrágora es una planta que produce efectos hipnóticos y alucinógenos. Ingerirla en altas dosis puede llegar a provocar la muerte. Sus raíces presentan un parecido con la figura humana. En Europa, especialmente durante la Edad Media, circularon las leyendas populares en torno a los poderes, eróticos y maléficos, de la mandrágora.


La fábula magnificó el poder de la planta, atribuyéndole, entre otras, propiedades afrodisíacas. La personificación de la mandrágora ha llevado a creer que sus raíces gritan al ser arrancadas. Según dicen, escuchar ese grito puede conducir a la locura, a la muerte y al mismísimo infierno.

La referencia literaria más famosa es la comedia satírica La mandrágora, de Maquiavelo. En ella la mandrágora es la droga que, enredo mediante, permite al protagonista, Calímaco, acceder sexualmente a la mujer que desea, Lucrecia, a pesar de que ella está casada y es una mujer virtuosa.


Diego Rivera también tiene una pintura llamada La Mandrágora:



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Volviendo a Las tentaciones de San Antonio de Rivera cabe señalar que éste constituye un cuadro intimista, en el que se expresa la subjetividad de su creador. Parecería que, dada su tumultuosa vida sexual, y el sufrimiento que le causó a él y a su entorno, lo que vehiculiza es el deseo de encontrar un lugar, así sea bajo tierra, donde darle rienda suelta a la voracidad sexual sin mayores consecuencias.


Los rábanos carecen de problemas de conciencia. Las raíces de mandrágora, mientras permanecen en las profundidades, no perturban la vida de los hombres y las mujeres. La referencia a la celebración oaxaqueña transmite la idea de fiesta, exaltación, alegría. Por debajo del mundo humano, el deseo ha encontrado un lugar para realizarse feliz. Erotopía exitosa.-



* Sobre algunos aspectos de la obra de Diego Rivera tocados acá ver el desarrolllo realizado en https://www.lissardigrynbaum.org/post/ana-grynbaum-otro-diego-rivera


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