Entre los aspectos que me fascinaron de “El monje”, novela escrita por el inglés Matthew G. Lewis en 1794 (mi edición es la de Bruguera, 1979), se encuentra la pormenorizada descripción de la psicología de su protagonista en tanto violador. Lo más sorprendente es el alto grado en que dicha descripción coincide con lo que hoy se entiende como psicología del violador.
El deseo de Ambrosio
Ambrosio, el corrompido monje madrileño que protagoniza el libro, decide conseguir los favores sexuales de una de sus feligresas, Antonia, a como dé lugar. A pesar de la fuerte simpatía que éste despierta en la muchacha ella no está dispuesta a concederle los favores requeridos.
Dos intentos de violación anteceden a la consumación del acto, en uno de ellos Ambrosio asesina a Elvira, la madre de Antonia, quien se interpone en la consecución de su propósito.
La violación de Antonia no sólo comporta un acto de violencia en sí mismo sino también el repudio y la exclusión social de la víctima. Para la sociedad católica de la época la pérdida de la virginidad por fuera del matrimonio, incluso si el desvirgamiento no es consentido, conduce al estigma.
Sin miramientos hacia la persona de Antonia, Ambrosio no desea otra cosa que el acto único de la ruptura del himen. Placer del que pretende gozar sin perder un ápice de sus privilegios clericales.
Por una telita
A diferencia de su protagonista, el autor del libro no parece estar interesado en el desvirgamiento de las varias doncellas que corren dicha suerte a lo largo del relato. Cuando narra las escenas de pérdida de la virginidad ni siquiera menciona la famosa mancha de sangre como prueba del sacrificio, tan recurrente en la imaginación occidental.
Pero Ambrosio, el monje, empujado por su deseo, y el sentimiento de poder omnímodo que su jerarquía le da, busca activamente “destruir el honor de Antonia (p. 349)” como forma de enfrentar el tabú de la virginidad y encontrar allí su goce.
No lo detienen todos los peligros que debe enfrentar ni los costos que habrá de pagar, aquí en la Tierra como en el Cielo, por ese instante de placer. No sólo carga con el asesinato de Elvira, también recurre a la magia para –a la manera de Romeo y Julieta- dormir a la muchacha y pasarla por muerta a los efectos de luego desenterrarla en secreto y hacer con ella a su antojo.
Por las buenas o por las malas
Las intrigas del monje le permiten encontrarse a solas con Antonia en la cripta del convento de Santa Clara en Madrid. El lugar es una mazmorra llena de restos humanos en estado de putrefacción, pero eso no disminuye en lo más mínimo su excitación.
Ambrosio intenta en primer lugar seducir a Antonia para que ésta le entregue voluntariamente su cuerpo. Su proposición no acepta más que un sí, que no obtiene. La violencia está implicada ya en el intento de seducción, que por su carácter de imposición se convierte en acoso.
Encerrados bajo tierra Ambrosio esgrime sus argumentos para tratar de convencer, es decir: forzar, a la muchacha. “Serenaos, Antonia. De nada vale la resistencia, y no reprimiré más tiempo la pasión que siento por vos. Se os tiene por muerta: la sociedad os ha perdido para siempre. (…) Nadie nos ve. Nuestros amores pueden ser secretos para todo el mundo. (…) ¿Puedo renunciar a estos miembros tan blancos, tan suaves, tan delicados; a estos pechos abundantes, redondos, llenos y elásticos; a estos labios repletos de tan inagotable dulzura? ¿Puedo renunciar a estos tesoros para que los goce otro? No, Antonia; ¡jamás, jamás! ¡Os lo juro por este beso, y éste! ¡Y éste! (p. 352)”.
En vano Antonia suplica piedad y trata de evitar el embate de quien hasta un momento antes había sido su máximo referente de santidad. Ambrosio: “Insensible a sus lágrimas y gritos y súplicas, se fue posesionando gradualmente de su persona, y no desistió de su presa hasta que hubo consumado su crimen y deshonrado a Antonia (p. 353).”
Post-coito
Una vez que Ambrosio consigue su objetivo el juego ha terminado. “No bien hubo dado cumplimiento a sus designios, se estremeció ante los medios con los que los había llevado a efecto. El mismo exceso de su anterior ansiedad por poseer a Antonia, contribuyó ahora a aumentar su repugnancia (…) Aquella que hasta ese momento había sido objeto de su adoración, ahora no despertaba otro sentimiento en su corazón que el de aversión y de ira (p. 353).”
Antonia intenta convencer a Ambrosio de que le permita salir de la mazmorra. La discusión que entonces mantiene con su violador deja en claro el nivel de conciencia que éste tiene respecto de su acto. El crimen se efectuó con absoluta premeditación y alevosía, ningún arrebato pasional es esgrimido por el autor como justificativo. Lo único que le importa ahora al perpetrador es salvar el pellejo. Ambrosio a Antonia: “¿Me vais a denunciar ante el mundo? ¿Me vais a acusar de hipócrita, violador, traidor, monstruo de crueldad, lujurioso e ingrato? ¡No, no, no! Sé muy bien el peso de mi delitos (p. 354)”.
A continuación, de manera típica, el violador pretende arrojar la culpa sobre su víctima. “¿Qué me sedujo para cometer estos crímenes, cuyo solo recuerdo me hace estremecer? ¡Bruja fatal! ¿No ha sido vuestra belleza? ¿No habéis hundido mi alma en la infamia? ¿No me habéis convertido en un hipócrita perjuro, un violador, un asesino (p. 354)? (…) ¡Y seréis vos quien me acusará! ¡Seréis vos la causa de mi eterna agonía! (p. 355).” Ambrosio decide mantener a Antonia cautiva en la mazmorra, a pesar de que su deseo por ella ha sido completamente colmado, a los meros efectos de evitar el castigo.
Antonia intenta negociar su liberación, ofrece callar lo sucedido e incluso abandonar Madrid para garantizar la impunidad del clérigo. Ambrosio se encuentra cavilando sobre esta oferta cuando su cómplice, Matilde, aparece en la cripta. Ella es una persona práctica, saca un puñal y avanza sobre Antonia. Ambrosio la detiene en nombre del daño que podría ocasionarle a él dicho asesinato. De paso trata de adjudicar a Matilde los crímenes que él ha cometido.
De pronto el rumor de unas voces que se acercan hace que Antonia intente la fuga. El abad corre tras ella por oscuros túneles subterráneos y la alcanza. Ella grita pidiendo socorro y entonces él le hunde en el pecho la daga que Matilde le había proporcionado. La muerte no demora en recoger su cosecha.
Lewis no dejará el crimen sin castigo. No le alcanzará con que la Inquisición juzgue a Ambrosio, torturándolo y sentenciándolo a perecer quemado en un auto de fe. El monje intentará un pacto con el Diablo, pero el Diablo no le da nada a cambio de su alma, inmediatamente lo tira de cabeza en los abismos infernales.
Entonces y ahora
En estos tiempos nuestros de cuestionamiento del patriarcado vale la pena revisar este texto de “El monje”, escrito hace 220 años por un señor inglés. Aunque más no sea para echar otra luz sobre la discusión acerca de la violencia sexual que no implique caer en los mismos atolladeros en que ésta suele atascarse en los Medios y las Redes.
El hecho de que la psicología del violador aparezca descripta en los exactos términos en que hoy en día se la explica lleva a reforzar la idea del perfil del violador como un constructo enquistado en nuestra cultura. Comprenderle como una construcción cultural abre la posibilidad de su deconstrucción.
Por otra parte, cabe preguntarse si la predilección que lleva a tantos hombres a acosar, abusar y violar jovencitas no es heredera de aquella vetusta idealización de la virginidad femenina. Ideal de la virginidad que en nuestra época de permisividad sexual compulsiva raramente osa llamarse por su nombre.
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Acerca del tema de la violación en la pantalla -ponele que- chica: https://www.lissardigrynbaum.org/podcast/episode/1b4195d0/unbelievable-increible