En medio de la urbe, en un país con invierno, la piscina del club es aquel lugar donde es posible el regreso a nuestra condición anfibia, al líquido amniótico de una época prenatal que las teorías más serias no pueden sino imaginar. Aunque se trata de volver a donde nunca estuvimos, mera sensación de retorno a un paraíso perdido desde que nos conocemos, la vivencia no carece de realidad.
Más allá de nuestras fantasías primitivas, esa otra dimensión, la del medio acuático, pertenece al orden de lo material. Y en tanto materia brinda un sustrato para el desarrollo de nuestra experiencia.
El placer de sumergirse en el agua es tan atractivo que uno puede superar todos los obstáculos previos y posteriores: el viaje en ómnibus, el peso de la mochila, el pasaje por el vestuario, la exposición del propio cuerpo, el cloro de la piscina.
Ni las saladas aguas oceánicas, ni las dulces aguas del río: una determinada solución de Cl en H2O confiere a la piscina su olor y sabor característicos, a los que uno no termina de acostumbrarse y que nos acompañan como un aura por el resto de la jornada.
Con historias de agua quieta y clorada no me volveré Conrad ni Bachelard. Sobre todo no Bachelard, quien apenas menciona a la piscina en su libro de ensayos sobre el agua, tacha de ridículo su nombre –“piscina” viene de “piscis”, pez- y remata el asunto con un juicio sumario: “La piscina carecerá siempre del elemento psicológico fundamental que hace que la natación sea moralmente saludable”. Lo que a Bachelard le importa es la proeza del hombre ante las fuerzas desatadas de la naturaleza. Mi propósito es mucho más humilde.
Tampoco referiré hazañas como la de Phelps compitiendo contra el tiburón blanco, gesta tan literaria como la caza de Moby Dick o la pelea contra el pez de El viejo y el mar. En las antípodas de lo heroico, mi intención es plasmar algo de la experiencia cotidiana en la piscina del club, a nivel del nadador amateur, que como mucho puede competir consigo mismo para zafar de la vida sedentaria.
Devenir pez-barco
Aprendí a nadar siendo tan pequeña que ni lo recuerdo, el agua es un medio natural para mí. Pero recientemente volví a la natación después de casi treinta años. Lo increíble fue que de entrada “me tiré al agua” y empecé a nadar como si mi última práctica hubiera sucedido un rato antes, incluso si al principio me costó acompasar la respiración.
De hecho, al anotarme en el club, mi propósito no era hacer natación, sino gimnasia en el agua. Y la decisión fue tomada por prescripción médica, debido al pinzamiento en mis lumbares. Pero bastó llegar antes de hora el primer día y encontrar la “pileta libre” para sumergirme y nadar, actividad a la que voy dedicando un tiempo cada vez mayor. (Sobre la “escuela de sirenas”, es decir: la clase de hidrogimnasia y el grupo que la conforma, hablaré aparte.)
La malla, la gorra, los lentes, los tapones son los elementos con que comienza la transformación en ser acuático. Travestirnos con tal indumentaria nos aleja de nuestra apariencia cotidiana para introducirnos en esa identidad de bicho de agua propia de los nadadores. (Para otro lugar queda discurrir sobre la estética del nadador, con sus estilos y modas…)
La inmersión en las aguas cloradas constituye el pasaje a otra dimensión de las cosas. El universo de la piscina puede ser considerado una heterotopía, es decir un mundo diferente, con sus costumbres y una ética particular, que existe en forma paralela al de la vida cotidiana pero dentro de ella.
Durante el tiempo de la piscina nos transformamos en otro ser. Junto con la toalla y las zapatillas quedan afuera nuestros roles sociales. Por un lapso suspendemos nuestro ser padres, esposos, hijos, profesionales. Incluso nuestro cuerpo deja de ser alto, bajo, gordo o flaco.
El medio acuático no sólo aliviana el peso de nuestra materia, volviéndonos entes sutiles, casi ingrávidos, sino que también cambia la forma de nuestro cuerpo. Avanzando horizontales en la carrera del nado, en ese ir y venir que recomienza permanentemente, estirados nuestros brazos para asumir el rol protagónico nos volvemos más largos. Surcamos la piscina convertidos en peces-barco; somos a un tiempo aquello que se desplaza y el soporte de su desplazamiento, el agente y su vehículo. Transportados mediante nuestros propios brazos y piernas superamos los límites del ciudadano a pie, trascendemos las estrecheces de la condición humana.
La “comunidad” de los nadadores se caracteriza por el aislamiento que envuelve, como una capa protectora, a cada uno de sus miembros. Al nadar la boca se usa para respirar, hablar queda excluido. Los nadadores son seres mudos y ensimismados, indiferenciados respecto del sexo. La interacción entre ellos se restringe a que cada uno recorra el andarivel a determinado ritmo y evite tropezar con los otros. Una gestualidad cercana al diálogo puede surgir sólo cuando el cuerpo de uno roza inopinadamente el cuerpo del otro. Entonces el equilibrio maquínico de los peces-barco se ve amenazado con el regreso a la naturaleza animal; la de los errores y la presencia, en alguna medida perturbadora, de los otros. (El vestuario es el lugar donde el otro regresa y a lo bestia, pero eso queda para otra oportunidad.)
El placer de nadar
He dado vueltas hasta topar con un núcleo duro: ¿cómo transmitir la experiencia íntima de nadar, esa actividad en la que el cuerpo domina a la mente? Más allá de lo que sucede después de abandonar la pileta -el bienestar, la ganancia en flexibilidad y la transmutación de la carne en músculo- está el placer en su nivel más físico. Explicar un placer no sólo es difícil sino prácticamente inútil; quien lo conoce no lo necesita y quien lo ignora no lo va a conocer a menos que lo experimente. De todos modos, haré el intento.
Cambiar el eje vertical por el horizontal, sustituir el protagonismo en la marcha de los miembros inferiores por los superiores, implica revertir, aunque sea temporalmente, el proceso de hominización. Y liberarse de las múltiples tensiones –físicas y anímicas- de la posición erecta, a la que nuestra especie no parece terminar de adaptarse. El eje horizontal es el del reposo y el sueño, el de las caricias relajadas.
Los brazos en su máxima extensión se convierten en pseudópodos que superan el contorno de nuestra humanidad, expandiendo el cuerpo a través del espacio duro y al mismo tiempo acogedor del agua. Nuestros remos vencen una y otra vez la resistencia de la pared líquida; sentimos el poder de atravesar el límite acuoso que nos envuelve, de convertir el esfuerzo en facilidad.
El placer de nadar proviene de cierta memoria corporal que se pierde en las profundidades de la razón y responde a cierta automatización. Si pensás, te hundís, o te das contra el plástico del andarivel. Devenir pez-barco es emprender el viaje a la materialidad del puro cuerpo en acción. Desplegar las aletas para impulsarse y avanzar, mantenerse en flotación para que los miembros superiores conduzcan nuestro tronco a la deriva. Uno ya no es uno mismo, sino algo que va, materia en movimiento desafiante.
Devenir esa criatura híbrida y ligera, gratuita, impersonal que caracteriza al nadador, produce un alivio, un sentimiento de libertad, que se une al placer de moverse en el agua hasta convertir el espacio de la natación en un mundo que se desea habitar.
(8/2017)